domingo, 20 de febrero de 2011

Relato: Huellas en la nieve

Con este frío invierno, había pocos sitios donde resguardarse. Una loba iba buscando un lugar seguro para sus seis lobeznos. La guarida que tenían ya no era segura. Vieron a los humanos, con sus palos brillantes y ruidosos, matar al padre de los lobeznos y el resto de la manada debió correr la misma suerte porque hacia días que no los veía. Escaparon tras esperar escondidos que se alejaran y fueron en dirección contraria a la de ellos. Atravesaron la zona más espesa del bosque nevado. La loba madre quería atravesar el valle para llegar al otro lado de la montaña, donde pequeños conejos se acercan a beber en riachuelos semihelados. Alguna cueva estaría libre tras la matanza de los nuestros, o al menos, esa era la esperanza de mama loba. Los pequeños seguían a su madre fielmente y, si alguno se desviaba, la madre enseguida lo agarraba del pescuezo y lo juntaba con los demás. Le estresaba tener que estar atenta a la ruta, a los humanos y a sus pequeños, además de resistir el frío, pero era lo que las circunstancias le obligaban.

Todo esto comenzó tras escasear la comida en su zona. Ni conejos, ni ardillas, ni peces eran suficientes para la manada. Tuvieron que atacar a las cabras que cuidaban los humanos, cosa que los enfadaba y tomaban represalias contra ellos. Como habían nacido los pequeños, la poca comida que almacenaban no era suficiente. Toda la manada atacó por la noche a sus ganados y trajeron a la guarida suficiente comida para que todos pasaran el invierno. Mama loba se quedó durante días en la guarida y después de llenar la despensa, creyó que la manada se quedaría a resguardo. El padre y líder de la manada no lo creyó oportuno. Mandó a los demás conseguir mas comida por sí el invierno durase mas de lo normal, cosa que ocurrió el invierno pasado y algunos lobos murieron de hambre.

Los días pasaron lentos, como si el frío los ralentizara, y ningún lobo volvía. Pero todo cambió tras escuchar un lejano estruendo. Mama loba sacó el hocico y los ojos de la guarida. Vio a lo lejos al lobo jefe corriendo como el rayo esquivando árboles y una manada de humanos a caballo le perseguía. El lobo iba a refugiarse en la guarida, cuando un humano hizo frenar a su caballo. Rápidamente, acercó su palo brillante a sus ojos, permaneció un momento inmóvil y un estruendo hizo sangrar el costado del lobo. Este cayó lateralmente en la nieve deslizándose con un quejido de dolor. El humano se bajó del caballo. El lobo miró a la loba y aulló. La loba entendió que le pedía que huyera. El humano se acercó a dos patas al lobo con el palo cerca de su hocico. Otro estruendo calló para siempre al lobo. La loba cogió a sus pequeños dentro de la guarida y salió con ellos por otra salida que no conocían los hombres. Mientras huían, un humano se adentró en la guarida a cuatro patas. Una de las patas la hacía servir para aguantar un palo que emanaba luz del día. La loba se puso delante de sus hijos y le mordió esa pata que le apuntaba con luz. El humano le pegó con la otra pata delantera en el hocico y cayó a un lado tras abrir su boca la loba. Esta aprovechó para salir lo más rápido posible por la otra salida de la guarida. Los pequeños, asustados, siguieron tras ella corriendo. Se escondieron de los humanos tras un árbol de ancho tronco hasta que se fueron.

La pequeña manada seguía a su madre, pero la nieve era cada vez mas profunda. Habían llegado a un claro del bosque con una hendidura donde los pequeños no podían seguir debido a que quedaban completamente cubiertos por la altura de la nieve. La loba tuvo que pasar de uno en uno, cogiendoles del pescuezo, a una zona donde hacían pie. También estaba preocupada por el rastro que iban dejando y, en lo fácil que seria para los “dos patas” seguirlos. Olisqueaba en el viento buscando olor a humano. Los pequeños estaban empapados de nieve y tiritaban, pero seguían sin descanso a su madre.

Comenzó a nevar y soplaba una fuerte ventisca que les helaba la piel con menos pelaje. Por suerte, la nevada ayudaría a borrar sus huellas. Un aullido se oyó a lo lejos y la loba lo escuchó. Apresuró la marcha y fue hacia donde escuchó el ruido. Olisqueó y no encontró nada. De nuevo, otro aullido le guió y siguió hasta donde le llamaban. Los lobeznos, ya cansados, le seguían el ritmo pero de lejos. Ella encontró un lobo que no conocía estirado en el suelo. Su pata se quedó encallada en una boca dentada de piedra gris brillante. Era una trampa que solían poner los humanos. Su pata sangraba mucho y él no paraba de quejarse de dolor. La loba buscó una piedra puntiaguda y la agarró con su boca. La introdujo entre los dientes brillantes e hizo fuerza con el cuello para girarla y, así, ensanchar la obertura. El lobo consiguió sacar la pata, aunque, al sacarla, se hizo un corte profundo. Un gran quejido soltó, pero le dio unos lengüetazos a su pata y pareció reconfortarle. El lobo se quedó mirando a la loba y a sus lobeznos y comprendió su situación. Les hizo señas para que le siguieran. Él fue delante, cojeando y sangrando, y la loba y sus pequeños le siguieron.

Aún nevaba, pero había aflojado. Todo el día había estado nublado pero comenzó a clarear al empezar la tarde. Se encontraban en la otra zona del valle, donde mama loba quería llegar. Subieron y subieron una cuesta sin fin. El aire trajo el olor de humano y la loba miró atrás. No vio nada. Con el hocico golpeó el trasero del lobo cojo para que avanzara más rápido. Atravesaron una pared muy empinada y helada que dificultaría llegar arriba a los humanos. Tras un largo rato y unos matorrales nevados, había una guarida muy bien escondida. Un pequeño embalse semihelado rodeaba parte de la entrada. Allí se resguardaron todos y el lobo les invitó a quedarse. Había dos lobos más y otra loba con tres lobeznos. Los lobos residentes les ofrecieron comida a los recién llegados. Tenían comida suficiente para pasar el invierno. Habían cazado ganado de los humanos también. Decidieron no salir y pasar el invierno en la guarida tras los matorrales. Entre todos jugaron y cuidaron a todos los pequeños. Cuando hiciese menos frío, volverían a pasear y cazar por fuera.

sábado, 5 de febrero de 2011

Relato: La noche fría en la serpiente gris

Por fin salí del edificio del maldito trabajo. Los viernes siempre hay faena de última hora, pero hoy he salido antes. El sábado se casará mi primo y, como pariente, debía asistir. Tenía permiso del jefe para acabar antes de hora, ya que mi primo se casaba en su pueblo, y debía hacer un largo viaje para llegar a la celebración.

Fuera del edificio, andaba casi bailando. Estaba deseando acabar la semana de trabajo, ya que había sido horrible. Había dejado miles de problemas aplazados para preocuparme de ellos el lunes. Intenté silbar la canción que me vino a la cabeza, pero solo hice ruidos raros porque no sé. Llegué a mi coche, dejé la cartera junto a la maleta en el maletero, abrí la puerta del conductor y la luz del coche se encendió. Me senté, preparé la radio del coche con mi música y el GPS. Siempre se me dio bien entender los chismes electrónicos, así que ni siquiera me leí las instrucciones para hacer funcionar esa brújula electrónica. Le introduje los datos de la casa de mi tía. Comenzó a dar órdenes y a dibujarme flechitas.

Viajé durante horas por autopista. Vi como oscurecía y, ya casi de noche, paré a cenar en una gasolinera. Descanse un rato comiendo un bocadillo envuelto en aluminio que había preparado para el viaje. Evacué, reposté y continué. Me esperaba un viaje nocturno. Me gustaba porque había pocos coches. Podía haber ido con algunos familiares que salieron más pronto, pero usé el trabajo de excusa para viajar de noche.

Horas más tarde, la señorita del coche me ordenó que saliera de la autopista. Después de algunas rotondas, iba por una carretera general oscura entre montañas y bosques. Apenas transitaban coches y circulaba con las largas. No había luna, ni estrellas y las pocas luces que podía haber las tapaban los árboles. Continué por la serpiente gris de miles de curvas y rectas. Solo veía lo que me enseñaban mis luces. Loli, el nombre que le puse a la chica de la maquina, hacía tiempo que no me daba indicaciones. Traspasé un pueblecito con luces naranjas. No había nadie en las calles debido al frío y la noche. Empecé a notar el frío al ver los cristales empañados.

La calefacción no iba. Compré el coche de segunda mano hace tres meses, y no llegué a probarla porque no la necesité. Puede que no funcionara desde el principio. El coche iba estupendamente. Toqueteé los botones, pero no tenía ni idea de lo que hacía. Encendí el aire y en unos segundos me helé. Lo apagué enseguida e intenté recordar donde tenía el libro de instrucciones del cuadro. Debería estar en casa, donde no hacía frío. Notaba ya los dedos helados en el volante.

Decidí parar a un lado de la carretera en medio de un bosque. Dejé las luces encendidas, abrí la puerta y noté el birují. Fui al maletero, lo abrí, y busqué algo para el frío. Por suerte siempre llevó una chaquetilla para estos casos. Lo que me hubiera ido fenomenal serían un par de guantes, pero no se me ocurrió. Vi un par de calcetines que me podrían hacer el apaño. Era ridículo, pero aquel volante me quemaba de frío. Así que, con la chaquetilla y con un par de calcetines por mano, consideré que podía continuar. No pude evitar mirarme en el espejo para ver lo ridículo que estaba.

Me ajusté el cinturón y puse primera. Le di al acelerador y se me caló. Era la primera vez que me pasaba con este coche. Supuse que era por el frío. Apagué y volví a darle a la llave. No arrancaba. Lo intenté de nuevo y nada. Repetí y nada. Me puse serio, me quité los calcetines y probé de nuevo. No había manera de arrancar. Probé mil veces más y nada. Me esperé un rato mientras escuchaba mi canción favorita. Decidí que cuando acabara, probaría de nuevo. Nada.

Saqué mi móvil. Tenía la batería a la mitad y poca cobertura. Intenté llamar a mi primo, pero no daba línea. Llamé a emergencias y nada. Me quedé pensando mirando lo que mis luces me permitían ver desde donde me quedé. Me puse de nuevo los calcetines en la mano, y me aseguré que no había nada abierto para evitar el frío. Probé llamar de nuevo con los calcetines puestos y nada. Probé encender de nuevo el coche y nada. Solo tenía la luz de la Loli y la apagué. Me estiré atrás para intentar dormir. Mi familia estaría preocupada pero no podía hacer otra cosa.

El sol me despertó. Me incorporé y mi espalda me dolía. Miré mi móvil y seguía con escasa cobertura. Probé a encender de nuevo el coche. Nada. Probé de nuevo y el ruido me alegró. Pude continuar el camino y Loli me guió. Mas adelante, hizo más calorcillo y pude quitarme los calcetines. Llame mientras conducía a mis padres y mi primo. Estaban preocupados pero los calmé. Llegué justo para arreglarme y no me perdí la boda. Dejé antes el coche para que me lo revisaran. Me tuve que quedar el lunes en casa de mi tía. Le expliqué a mi jefe la situación y enfadado la entendió. El mecánico lo revisó y no vio nada del otro mundo. Me enseñó como iba la calefacción y un par de truquillos por si me vuelve a pasar lo del encendido. Volví a casa y el martes me esperaban los problemas del trabajo.

Relato: La cabeza imantada

Mi cabeza ha recibido con el tiempo varios impactos de todo tipo. Pensando en todos los golpes que han caido en mi tejado, empecé a pensar si repercutió en algo. Alguna vez se me va un poco la cordura, pero siempre he sido así. No sé si es que tengo una cabeza grande, o quizás, un imán interno que atrae todo tipo de objetos voladores que se me acercan.

De pequeño, cuando tendría unos siete años y veraneaba en el pueblo de mis padres, me acerqué a unos chavales que jugaban en una pequeña calle. Tuve la mala suerte de acercarme a ellos cuando estaban peleando por algo que debió pasar segundos antes que yo llegara.

Uno de ellos, el más bestia, le lanzó una piedra al otro. La esquivó fácilmente porque vio como cogió la piedra enfadado y, al conocerlo, supuso rápido que se la lanzaría. Yo simplemente me acerqué a ellos con la mala suerte de estar detrás del objetivo del proyectil. Vi la piedra volando hacia mi ojo izquierdo y no pude moverme de la sorpresa. Aún tuve suerte de las gafas de cristal orgánico que me hicieron antes de ir de vacaciones y llevaba puestas. Ese tipo de material no se rompe, simplemente se raya. La piedra impactó en la parte inferior izquierda de mi lente izquierda. No me hizo daño, pero durante todo el verano fui con las gafas con rascadas blancas en la lente izquierda.

Debieron pasar uno o dos años más, cuando volví a recibir más golpes. Este golpe fue el que me hizo pensar que debía tener un imán en la cabeza. No fue un golpe doloroso, más bien molesto. En el recreo del colegio, estaba jugando con un amigo. No recuerdo porque no teníamos balón para jugar a fútbol y simplemente dábamos vueltas por el patio.

A mi amigo no se le ocurrió otra cosa que acercarse a unos niños pequeños, que llenaban bolsas de plástico con la arena del patio. Agarró una de esas bolsas, y comenzó a darle vueltas verticalmente. Le daba vueltas cada vez más fuerte, hasta que acabó soltándola a los cielos. La bolsa voló muy alto y, en principio iba a caer donde no había nadie. No sabría explicar como, pero la bolsa comenzó a caer hacía mí. En aquel momento, si que pude reaccionar. La miré y calcule que me caería justo encima de mí. Di un paso lateral hacía la derecha, pero incomprensiblemente, me cayó exactamente en el centro de la cabeza.

No fue doloroso pero la bolsa reventó y me llené de arena hasta por dentro del pantalón. Soy de los que les molesta bastante la arena que se te engancha al salir de la playa. Hubiera preferido un golpe, en vez de andar todo el día semienterrado con la arena del patio. Aún me preguntó como pude calcular tan mal la trayectoria de la bolsa.

Quizás fue antes o después de este golpe (no consigo recordarlo bien), pero me paso algo parecido ese mismo año. Esta vez me encontraba con el mismo amigo y con otro con gafas como yo. Estábamos jugando en una zona con árboles en un parque de la ciudad donde vivíamos. Estábamos en un lugar que parecía un bosque y olía a pino. El suelo estaba lleno de tierra y hojarasca. Al amigo que le gustaba tirar cosas al cielo, se encontró con una piedra en el suelo. Así que volvió a tirarla al cielo, pero esta vez gritó: “¡Cuidado!”. Esta vez calculé perfectamente su trayectoria y vi como, mágicamente, volvía a venir a mi cabeza. Iba a dar mi paso lateral para esquivarla, cuando al amigo de gafas no se le ocurre otra cosa que agarrarme por detrás e inmovilizarme. Intenté ir a un lado pero no tuve tiempo de reaccionar. La piedra, esta vez, no fue a las gafas y era grande. Me impactó en la parte izquierda de la cabeza y me salió un chichón bien hermoso.
   -¡¿Pero porque me coges, idiota?!- le grité enfadado y con la mano en mi cabeza a mi amigo de gafas.
   -Pensaba que te iba a dar y te cogí.- dijo el de gafas.
Le empuje con la otra mano con fuerza y me dirigí al otro. Me empezaba a doler la herida.
   -¿Tu estás tonto o qué? ¿Para que tiras una piedra al aire?- le pregunté al “tira-piedras”.
   -Yo que sé… -me contestó. Hubo un momento de silencio.-Perdona, tío -me dijo más tarde.Noté que me salía sangre y decidí irme a casa. Mi madre me echó bronca y me dijo que no juntara con ellos. Estuve un tiempo enfadado con ellos pero, más tarde, volvimos a ser amigos.

Años déspues, me di muchos más golpes. Algunos seguramente no los recuerdo ya. Estuve jugando de portero de fútbol sala, y me di bastantes con los postes metálicos de la portería. Otra vez recuerdo darme también un buen tozolón con un buzón metálico mal puesto en un portal. Hasta con una señal de tráfico por la calle. La de dinero que hubiera ganado si hubieran grabado todos esos golpes y los hubiera mandado a esos programas de la tele de videos domésticos. Espero no ir nunca a ninguna guerra, porque si mi cabeza esta realmente imantada, no aguantaría ni una semana.