martes, 17 de mayo de 2011

Relato: Cuarenta euros

Iba por mi tercer whisky. Y eso que solo me iba a tomar una cerveza. De esas me tomado cinco. Era martes y el bar estaba muy vacío. El camarero ojeaba la tele mientras limpiaba los vasos. Otro cliente se puso la chaqueta, se despidió con discreción y se marchó. Yo era el último.

El camarero se me acercó y dijo:
—Voy a cerrar ya, amigo.
No era verdad. No era mi amigo, y por eso quería cerrar. Me quería echar a paseo por la ciudad. Ni siquiera me había visto por ese feo bar. Me bebí de un golpe el vaso, le pregunté que debía y arreglamos las cuentas. Al hablar con alguien, me di cuenta de mi estado. Aún lo noté más al levantarme del taburete, abrigarme y andar. Tardé como el doble de lo normal. Me marché sin despedirme.
Ya en la calle, no notaba si hacía frío o no. Mis pies apenas se ponían donde yo quería. No estaba precisamente para desfilar por una pasarela de moda. Paré un momento y comprobé mi cartera. Quería saber cuanto dinero me quedaba. Aquellas bebidas las había pagado con el dinero de haber vendido mi coche. Se me estaba acabando más rápido de lo esperado. Después que se vaciará mi cartera, no sabía que pasaría.

Perdí mi empleo de montador de sartenes por idiota. Me lié con la mujer del jefe por culpa de una estupida apuesta con los compañeros de trabajo. Al pasar por una calle cercana al bar, me acordé que tres calles más arriba vivía mi antiguo jefe. Era un buen hombre aunque muchos lo ponían verde por la espalda. A mí me caía bien, pero le estropeé su vida. Debía visitarlo, era mi última esperanza.

La verdad es que ya tenía esa idea rondando por la cabeza hace días, pero no me atrevía a humillarme ante él. Era una idea que guardé en el cajón de las emergencias. Puede que no fuese el mejor momento ni mi mejor estado, pero los cuarenta euros de mi cartera para pasar medio mes, presionaban mi voluntad.

La tercera calle no la recordaba así. De noche las calles parecen diferentes, aparte de más oscuras. Hacía mucho tiempo del día que invitó a varios empleados, entre los que yo estaba, para ir a ver un partido de fútbol en su casa. Tenía una casa menos ostentosa de lo que pensaba. Su tele era unos palmos más grandes de lo normal, por lo menos de la mía. Aparte de eso, tenía un piso tan grande como el mío.

Llegué a su portal que recordé perfectamente, pero el piso se me había olvidado. Era un segundo o tercero primera o algo así. Di unos pasos atrás en la acera para ver las ventanas y balcones. Desde fuera, apenas había luces encendidas. Era ya medianoche y pico. Intentaba ver los comedores iluminados solo por luces provenientes de las teles, y averiguar cual podría ser. El techo del comedor del tercero primera estaba iluminado por la luz de una tele de gran tamaño. Me decidí a probar en ese piso.
Piqué y esperé. Tardó un rato pero contesto.
—¿Sí? —dijo una voz de hombre.
Era él sin duda.
—Hola, soy Miguel. Ábreme —dije.
—¿Qué Miguel?
—Soy Miguel, de la fábrica. Por favor, ábreme. Quiero hablar contigo.
Esta frase costó pronunciarla bien. Él no dijo nada. Yo esperé sin decir nada tampoco. Tardó, pero acabó abriendo la puerta.

No encontré el ascensor. Diría que había uno pero no lo encontré. Subí por las escaleras. Noté la falta de ejercicio al llegar al segundo piso. Mientras subía al tercero, mi ex-jefe estaba esperándome con la puerta abierta. Me miraba con cara de sorpresa, incluso sonreía al verme como me balanceaba y me agarraba a la barandilla.
—Hola Jaime ¿Cómo estás? —dije al llegar arriba e intentar disimular que estaba hecho polvo de subir tres pisos.
—No hemos hablado desde que te despedí ¿Qué quieres ahora? —dijo él.
Cogí aire, me concentré y le dije:
—Mira, sé que no son horas, que no nos llevamos muy bien y que no voy muy sereno, pero he de pedirte un favor. Quiero pedirte que me des un puesto de trabajo de nuevo.
Sonó bastante convincente, incluso vocalicé bastante bien.
—¿Y tiene que ser ahora? ¿Por qué no te pasas mañana por la fábrica? —me dijo.
—Estoy en una situación delicada. Necesito una respuesta ya.
—¡Anda entra!
Me hizo pasar a su casa, supongo que no quería un escándalo en su rellano. En el comedor estaba la tele encendida con una película en pausa. Me hizo sentar en una silla. Abrió el mueble bar y sacó el whisky. Me ofreció. Debí decir que no pero dije sí.
—Bueno, Miguel. Así qué quieres volver a la fábrica.
—Sí y quería pedirte perdón por lo que pasó con tu mujer. La verdad es que fue una apuesta con los compañeros que nunca debería haber hecho.
—Sí ya lo sabía. Tú solo fuiste el primero.
—¿Qué? —dije sorprendido.
—Después de ti, estuvo con varios. Ya me he divorciado de aquella guarra. No hacía mas que insinuarse con todos y, que yo sepa, estuvo con tres empleados míos.
—Bueno, sí. Algo se insinuaba, sí.
Me bebí de trago el whisky.
—No te preocupes, tú no tuviste la culpa —me dijo.
—Bueno y, ¿lo del trabajo? Haré lo que sea. Si he venido aquí es por que estoy en las últimas.
—La verdad es que ahora mismo, no te puedo hacer sitio. A final de mes es posible que se quede una plaza libre y, ya veremos.
—¡Gracias!¡Muchísimas gracias! No te fallaré.
—Oye, aún no te lo he dado. Pásate mañana por la fábrica y lo hablamos, cuando estés sobrio. Ahora mejor vete a casa a dormir. No bebas tanto, que te sienta mal.
—Vale, no te molesto más. Me voy y te dejo viendo la película. —Me levante y abrí la puerta. —Oye, ¿esta no era la película que el poli gordo, al final, les había engañado a todos y se queda con la pasta?— dije señalando a la tele.
—Pues no lo sé. Estaba a punto de saberlo —dijo Jaime sarcásticamente.
—¡Hasta mañana!

Me fui corriendo antes de que pudiese estropearlo más. De camino a casa pensé en regalarle, con mis cuarenta euros, la mejor botella de whisky que pudiese comprarle por la segunda oportunidad.

Relato: Entrevista de trabajo

Luis se citó con el señor Rodríguez para que lo entrevistaran. Quería conseguir un puesto de trabajo en el prestigioso banco Moneybank. Debía encontrarse con él a las once en punto en las oficinas de la segunda planta del rascacielos de treinta pisos que el banco posee en una de las calles más concurridas de la ciudad.

Ese día, un lunes, se levantó temprano aunque no era necesario. Se aseó, se duchó, desayunó fuerte y se vistió. No era lo normal en él, pero se vistió de traje y zapatos nuevos. A las nueve ya estaba preparado. Faltaban dos horas y el edificio de Moneybank estaba solo a media hora de su casa. Paseó por casa de un lado a otro nervioso. Se había preparado para este momento. Después de tantos años de estudio iba a optar a un puesto en un gran banco.

Tras los estudios tuvo sus merecidas vacaciones. Visitó varias ciudades del norte de Europa junto a sus amigos y, aún estando de vacaciones, se fijaba en todos los bancos y cajas de otros países. Estudiaba su sistema económico y comparaba los precios entre distintas naciones. Al día siguiente de llegar de vacaciones, envió por carta varios curriculums a entidades financieras. Para su sorpresa, en menos de una semana le llamaron de dos empresas. Una de ellas era mucho más atractiva que la otra. Siempre deseó trabajar en Moneybank y se citó con José Rodríguez para una entrevista. Por teléfono, le pareció una persona seria con una forma de hablar calmada y elegante. También notó un extraño ceceo que le hizo suponer que podría ser andaluz. Le llamó mientras se duchaba y estuvo a punto de no cogerlo. Por suerte lo hizo y habló con él mientras aguantaba la toalla atada con prisas y poniendo perdido el suelo de agua. La otra oferta era para el banco Cajadinero, no tan prestigioso pero interesante, con el que se citó con Juan Pérez el miércoles. Ésta vez le llamaron mientras desayunaba y con la boca llena.

Nervioso perdido, decidió pasear por la calle hasta que llegase la hora. Pensó que aquella oportunidad no la podía dejar escapar. Debía conseguir aquel puesto como sea. Con su nerviosismo llegó andando deprisa al rascacielos a las diez menos cuarto. Prefirió no entrar y dio unas vueltas al edificio para contemplar aquella enorme estructura. Le dolía el cuello si intentaba ver el último piso desde la acera. Le encantaba su forma arquitectónica. Hasta el logotipo del banco era azul, su color favorito. Mientras paseaba, entrenaba en su cabeza como saludar al señor Rodríguez y se inventaba respuestas a posibles preguntas que hiciese.

Por fin llegó la hora y entró sacando pecho y con grandes zancadas. En el mostrador de recepción, una chica muy guapa le sonreía. Luis, sin darse cuenta, también lo hacia. Se acercó y le dijo:
—¡Hola! Tengo una entrevista con el señor Rodríguez. Soy Luis Torres.
—Sí, suba a la segunda planta a la derecha. Ahora lo avisaré de que usted va —contestó la recepcionista.
—¡Muchas gracias!
A Luis le gustó mucho conocer a su posible futura compañera de trabajo. Miraba a un lado y a otro para aprender por donde estaban las distintas estancias de las oficinas en cuanto consiguiese el trabajo. Fue después al ascensor. Lo llamó y vino enseguida. Nada más subir le asombró lo grande que era. Estaba lleno de detalles plateados y contaba con un enorme espejo. En su corto viaje, aprovechó para una última comprobación de aspecto ante el. Se abrieron las plateadas puertas. En la segunda planta Luis comenzó a sudar.

Dio unos treinta pasos y se paró ante la puerta del despacho del señor Rodríguez. Alzó el puño derecho para picar en la puerta cuando, de repente, la abrió el entrevistador. Entonces se lo encontró en aquella pose, que parecía que le amenazara con pegarle un puñetazo o realizando el saludo comunista. Enseguida bajó el brazo, cambió su cartera de mano y le ofreció la mano izquierda para presentarse.
—¡Buenos días! El señor Rodríguez, supongo —dijo Luis mientras estrechaba su mano.
El señor Rodríguez miró a las manos y puso mala cara. Luis se dio cuenta porqué. Su mano sudaba excesivamente y no era agradable.
—¡Buenoz díaz! Ziénteze, por favor.
Luis y José se sentaron en sus respectivas sillas. José cogió su currículum, se puso las gafas que llevaba en su bolsillo de la chaqueta de su serio traje y remiró los papeles. Luis esperaba mientras intentaba tranquilizarse y no sudar más. Al hablar con él por teléfono, lo imaginó como un hombre viejo canoso y con barba, en cambio era de unos cuarenta y tantos, calvo, delgado e imberbe.


Finalmente le miró y le preguntó lo típico que se suele preguntar: sus expectativas, sus aficiones y cosas por el estilo. Luis estaba preparado y las trajo contestadas de casa. Contestó con decisión y una cara muy seria. El problema era que, en cada pregunta que le hacía, notaba el ceceo. Era bastante gracioso para él y se reprimía de reírse del banquero. Se dio cuenta que no sería cuestión de acento andaluz, sino más bien algún defecto en el habla. Aguantaba la risa apretando los labios. El señor Rodríguez le miraba serio y atento a su respuesta.

Aguantó durante cinco o seis preguntas, hasta que le preguntó:
—¿Zabe uzted algo zobre zubzidios de zalarios?
Luis explotó. Sus labios no aguantaban la presión de aire generada por aquella frase. Se escapó el aire y la sonrisilla de la risa inesperada.
—¿Ze eztá uzted riendo de mi? —continuó el señor José.
El joven volvió a reír al escucharle de nuevo. Quería contenerse pero no podía evitarlo. Aquella situación le puso más nervioso y no podía parar.
—Perdone... Ja ja. Lo siento —se excusaba mientras reía.
Mientras más reía, más nervioso se ponía el banquero y se le entendía aún menos.
—¡Ezfto ezs una fafta de rezfpeto! — continuó el banquero.
Luis se tapó la boca para ocultar su tremenda carcajada, agarró su cartera y se fue corriendo del despacho. El ascensor le esperaba abierto.
Después de aquello jamás lo cogerian, pensó Luis. Seguía riéndose mientras bajaba por el ascensor. En la planta baja ya empezó a calmarse. Nunca le había dado un ataque de risa tan colosal como aquel. Acaba de estropear una gran oportunidad. Quizás fueron los nervios, pensó. Ojalá el señor Juan Pérez de Cajadinero no fuese tartamudo o algo parecido.