jueves, 27 de septiembre de 2012

Relato: Bajó de las montañas

El agente Harrison iba de camino en su coche patrulla a la granja de los Murphy. La carretera que conducía allí desde el pueblo se veía muy nueva, porque apenas había tráfico y ni la nieve de aquella mañana podía con ella. Por eso no usaba las sirenas ni cuidaba la velocidad. Los faros delanteros y la luz del ocaso eran suficientes para distinguir el camino. A lo lejos encontró la forma de la casa.

Los Murphy habían llamado por un niño inconsciente que encontraron en los alrededores de su huerta. A Harrison no le dieron más detalles. Después de aparcar al lado de un tractor viejo, se acercó a la casa y llamó al timbre. Enseguida la señora le abrió la puerta y le invitó a pasar. Olía muy bien a sopa. Le condujo a una habitación donde el médico del pueblo diagnosticaba al chaval. Era de unos ocho años, caucásico, bien vestido y muy pálido. No llevaba ninguna identificación. Seguía inconsciente tumbado en la cama de matrimonio. La mujer fue a la cocina en la que estaba preparando cena por si el chico despertaba. El agente interrogó a Henry Murphy, que estaba sentado en una vieja silla. Le vino a decir lo mismo pero con más detalles. Se lo encontró bocarriba encima de la nieve cerca de sus huertos de patatas. Dijo que habría bajado de las montañas. Se lo encontró ya inconsciente, casi helado aun con el abrigo que llevaba. No llevaba ni bufanda ni gorro. Nada más encontrarlo lo tapó con su abrigo, lo trajo a casa y llamó al médico y la policía. Al agente le pareció sincero. Aquella pareja afroamericana de granjeros no pudieron tener nunca hijos y trataron al chico como un príncipe. Más tarde habló con el medico tras examinar al chico. Le contó que tenía una ligera hipotermia y que no sabía cuándo recuperaría el sentido.


Harrison informó desde su coche a la central del estado del chico y les informó que buscaría su rastro para comprobar que no hubiese más posibles víctimas. Volvió con Henry para que le indicase el lugar exacto donde se lo encontró. El viejo granjero, andando con lentitud, le llevó hasta allí. El agente buscó por alrededor. Fue en dirección por donde él creyó que había venido el chaval. Henry vio como se adentraba en la montaña. Enseguida volvió rápido para dentro porque comenzaba la fría noche.

Un claro rastro de pequeñas huellas sobre la nieve condujo a Harrison casi un kilómetro arriba, hacía la cima de la montaña. Se lastimaba de no haber cogido algo más de abrigo para continuar aquella expedición. Iba iluminando el camino con su linterna. En un llano vio que los pasos del chico estaban muy separados. Había estado corriendo por algo. Se temió lo peor. Algo más arriba se encontró más huellas. El agente había estado por aquella montaña de pequeño cazando con su padre. Conocía perfectamente las huellas que había cerca de las del niño. Dos lobos jóvenes habían estado siguiéndole el rastro, pero había un lugar en las que se desviaron hacía una bajada que llevaba a un espeso bosque. Empezó a cavilar porque los lobos dejaron de perseguirle. Habría sido una presa fácil para ellos. Quizás se cruzó por medio una presa más deliciosa y dejaron en paz al niño. O alguna fortuita niebla envolvió al chico y confundió a los depredadores. No le convencía ninguna razón que él mismo deducía, así que decidió continuar el rastro.

Más arriba encontró donde había empezado a correr. Posiblemente después de darse cuenta de los lobos que le seguían. Antes de la carrera había huellas de paso normal. Continuó y, quince minutos más tarde, encontró un coche plateado y estrellado. La puerta trasera derecha y la del copiloto estaban abiertas. Dentro había un hombre inmóvil apoyado en el volante. Se acercó y era lo que parecía. Estaba muerto. Habían caído de una curva de la carretera por un barranco hasta llegar adonde se encontraba el coche ya inservible. Le cogió la cartera y lo pudo identificar como John Parker. El señor Parker fue muy amable prestándole el abrigo al agente. La guantera estaba abierta. Aparte de los papeles y cedés de música, encontró la funda negra de una pistola vacía. Entonces el agente pudo atar cabos a lo qué ocurrió aquel día por la montaña.

Con la luz de la luna casi llena y la de su linterna, bajó rápido por la montaña. Llegó abajo antes de lo esperado. Ya cansado y enfriado llegó a su coche. Informó a la central del coche estrellado y el hombre muerto. Tras calentarse un rato dentro con la calefacción, decidió visitar de nuevo al chaval. Llamó a la puerta y la señora le invitó a pasar de nuevo. El medico seguía allí con el chaval que no había despertado aún. Harrison preguntó por su estado y él dijo que se recuperaría. El agente cacheó su ropa y luego su abrigo. En este último encontró la pistola. La comprobó y había sido usada. Se acercó a la oreja del pistolero y le dijo:
—No sabes la suerte que has tenido, hijo.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Relato: Túnel

Cuando a alguien se le plantó una montaña en medio del itinerario a su destino, se le presentaron tres opciones: si era valiente la escalaría para traspasarla, si era prudente iría rodeándola hasta dejarla atrás, o si era inteligente la agujerearía para atravesar su interior. Tras el paso del inteligente, los demás aprovecharon su idea.

Traspasé la boca pétrea para adentrarme en su oscuro esófago. Se acabó escuchar la radio. La manada de espeologos mantenían un ritmo constante. Tanto en el suelo como en el techo un sinfín de líneas blancas discontinuas. El horizonte permanecía oculto entre tanto metal. Había escuchado que este era el túnel de carretera más largo de Europa. ¿Cuanto tardaría en atravesarlo?


En dirección contraria apenas venían coches. Era como un viaje sin retorno. Decenas de luces volaban alejándose de mí. Poco a poco aminoraban y se intensificaban; como si temieran aquella creciente oscuridad. Los coches fueron frenando hasta pararse. Al poco frené yo; atrapado entre otros coches y un enorme camión a mi derecha. Éramos una indigestión en el intestino montañés. Me gustaba imaginar cuando me aburría. Estar sin radio ayudaba. Me imaginé al primer coche llegando al final y que no encontrase la salida. Que una enorme pared le encarcelase. Que bajase del coche, andase unos pasos y rozase con las manos la roca. Que los coches se acumulasen uno detrás del otro. Que no parasen de llegar, formando un enorme atasco y que algún desesperado, sin saber qué ocurría delante, tocase el claxon esperando que el ruido solucionase el problema.

Cinco o seis minutos estuvimos parados. Había puesto algo de música para entretenerme de la trampa. Algunos motores rugieron de nuevo. Con marcha lenta se empezaron a mover los vehículos. Apenas a veinte por hora recorrimos medio kilómetro para pararnos de nuevo. Busqué de nuevo el horizonte sin éxito. Quizás sí había una pared al final de todo.  Pensé en lo de siempre; que habría sido un accidente. Al minuto reanudamos la marcha. Las luces del túnel parecían oscurecerse suavemente. Ya no venían coches en dirección contraria. Aceleré. Adelanté un coche yendo por el carril contrario. No quería seguir más tiempo bajo la montaña. Me venían ideas terribles sobre desprendimientos de techo, fallos eléctricos, falta de oxigeno, etc.  Me faltó el aire por un momento y abrí la ventanilla. Un olor a aceite quemado me invitó a volver a cerrarla. Sí, debería ser algo sobre un accidente. Volvíamos a estar parados. Imaginé que un desprendimiento de techo chafó el capó de un coche, frenándolo al instante, y otros coches chocaron con él, provocando un accidente múltiple. Ambulancias y policía deberían estar ya al cargo de ellos. El carril en contra dirección se estaría habilitando para que los de mi carril puedan esquivar la obra de arte abstracto de metal, vidrio y humo. O eso es lo que imaginaba.

¿Porque me comía la cabeza con desgracias? Seguro que no era para tanto. Escuché de nuevo un claxon solucionador de atascos por atrás. Quizá solo fuera un coche que se ha averiado. O algún control policial. O simplemente un atasco. Hice memoria por si hoy había alguna vuelta ciclista o algo parecido que hiciese cortar carreteras. Si funcionase la radio sabría qué ocurría. Aunque era una costumbre fea, me mordía las uñas. Atrás y delante presentaban un paisaje idéntico de coches apelotonados y caras de aburrimiento. Canté una canción que me gustaba y apareció sin aviso. Después dejó de funcionar. No pude entender porqué. Toqueteé los botones, giré las ruedecitas y aquello ya no cantaba. Me quedé sin radio ni música. Los coches volvieron a la marcha y dejé por imposible el aparato.


Empezaba la procesión otra vez a ir algo deprisa. Íbamos a sesenta por hora. Aquel túnel no tenía final. Me convencí de que no vería la salida. Según mis cálculos, habríamos pasado la mitad del túnel. Miraba el techo por si estaba en mal estado y cayese algún trozo. Abrí un poco la ventana y entonces no olí nada raro. La mantuve abierta un palmo. Me hicieron luces. Me aparté y un coche potente me adelantó sin problemas. Otro le siguió. Al poco rato, varios más me pidieron paso. Entonces yo pedí paso también al de delante. Adelanté a dos coches. Tres me siguieron por el carril contrario. Volví a adelantar. Entonces me di cuenta que querían adelantarme incluso por el carril contrario. Mirando por el retrovisor, y delante también pasaba, vi que todos se adelantaban unos a otros como en una desesperada carrera por sobrevivir. Cláxones, acelerones, luces e insultos provocaron lo que me temía: un nuevo atasco.

Abrí la guantera pero no había nada allí para entretenerme. Entonces no tenía uñas para morder ni canciones que cantar. Si imaginaba solo se me ocurrían desgracias. Miré de nuevo el techo. Busqué el horizonte. ¿Pero cuanto intestino faltaba por atravesar? Me imaginé como sería un laxante para montañas. Un hombre gritaba algo que no entendí unos coches más atrás. Otro que iba en moto puso el caballete y se levantó. Se quitó el casco y se peinó su melena rubia canosa. Se colocó encima de la línea central del túnel. Igual que yo, buscaba el horizonte. Se puso de cuclillas mirando al suelo; claramente cansado. Se levantó al rato. Los de los cláxones solucionadores tiraron la toalla. Me entretuve encendiendo y apagando la luz interior del coche; como en una discoteca, aunque sin música. O salíamos ya o me daría algo.

Un viento sopló. Algo se movía delante. Motores se encendían y rugían. Las luces rojas volvían a volar. Arranqué y aceleré. Aquello prometía. Íbamos rápido. La gente aprendió y no intentó locos adelantamientos. Poco a poco y con buena letra, desfilábamos hasta el final del túnel. A saber si había allí una salida o no. Entonces lo vi: el horizonte iluminado con forma de puerta enorme. Aceleré de nuevo. Todos lo hacían. El laxante hizo efecto y salimos todos a toda velocidad. El sol me cegó durante unos instantes. Me alegré de salir pero no vi nada parecido a un accidente ni ningún trozo de techo o pared. ¿Qué nos retenía? No vi tampoco ningún policía ni ambulancia ni grúa. Quizá la oscuridad se apoderó de quienes la atravesaban. Quizá encogía sus corazones, engullía su valor y temían lo que hubiese al final del túnel. Quizá, al no ver el fondo, se fueron frenando hasta quedarse parados. Quizá la montaña les susurraba que el túnel no tenía final y jamás lo atravesarían. Quizá los pocos que iban en dirección contraria eran conductores que se creyeron sus amenazas. Otra vez empezaba a pensar tonterías. Encendí la radio y continué mi camino bajo un sol naranja.