jueves, 25 de julio de 2013

Relato fantástico: En las entrañas

Un monje caminaba por un bosque del reino de Chu, pateando la hojarasca que el otoño trajo. Contemplaba los árboles altos y los pájaros cantores. Perdió el equilibrio de un pie al hundirse más allá del suelo. Estiró los brazos hacía delante y su otra pierna hacía atrás. Su cuerpo quedó colgando como un puente sobre una gran obertura que apareció en el suelo. En el fondo de aquel agujero esperaban, ansiosas de sangre, cañas de bambú clavadas en el suelo y cortadas con forma puntiaguda. Donde se apoyaba el hombre no era firme y luchaba por salir de allí mientras iba cayendo tierra al fondo del agujero. Una mano se agarró a unos hierbajos arraigados y la otra resbalaba por la tierra. Una cuchilla cayó de las alturas que se clavaron en la mano que agarraba y le obligó a abrirla. Hizo una mueca de dolor pero no lanzó ni un quejido. Él consiguió desclavarse del suelo, sujetarse a un saliente rocoso y, mediante una voltereta poco ortodoxa, llegó a tierra firme por un lateral de la trampa. Con una acrobacia se puso en pie; en posición de defensa. Buscaba en las alturas de donde cayó aquella hoja metálica. Solo escuchaba el viento silbando entre las ramas y el sol en el horizonte del oeste le cegaba.

Se sacó la cuchilla del dorso de la mano, se giró a su espalda y la lanzó contra un hombre que se abalanzaba contra él. Este la golpeó con su espada y se perdió entre la hojarasca. Mandó un par de estocadas y tajos contra el monje pero él los esquivó con gran agilidad. Finalmente el hombre rapado saltó hacia un tronco, se apoyó con un pie y alcanzó una rama en lo alto. Con ello perdió una sandalia y el viento hizo bailar su kesa marrón claro. Desde allí observó a su adversario. Vestía un traje de batalla con protecciones de cuero negro, una larga melena negra con coleta y un bigote largo que llegaba a la comisura de sus labios.
            —Ukin Dah Po, ¿verdad? ¿Qué puede querer un asesino tan famoso de un simple monje como yo?

El monje recordó lo que contaban de él. Ukin Dah Po era un célebre asesino de aquella zona. El rey ofreció una gran recompensa por su cabeza pero pocos se aventuraron a conseguirla. Se decía que solo podías verle si él te encontraba a ti, pero él solo buscaba a alguien con información sobre algo que perseguía. Si no quedaba complacido con lo que le contaban, los aniquilaba. Todos tenían miedo de cualquier extranjero que fuese preguntando. Se tenía una ligera idea de su descripción pero eran solo rumores.


Ukin le miró sin parpadear. Hizo un gesto con la mano. Aparecieron cuatro hombres de negro con sombrero picudo que habían permanecido ocultos en el bosque. Uno lanzó cuchillas que se clavaron en la rama, ya que el monje las esquivó con un salto. Otro saltó y le golpeó con la pierna en el aire en su costado. El saltarín cayó al suelo pero se incorporó rápido. Dos hombres lo atacaron allí, con puños y pies. El monje rapado se defendía con su arte marcial y gran soltura, y el asesino permanecía atento al combate. Un pie sin sandalia golpeó en el pecho a uno de los hombres de negro. Cayó al foso y el bambú lo silenció. El monje marrón consiguió una rama del suelo con la que pudo lidiar con el resto de sus asaltantes. Noqueó a otro con un fuerte ramazo. Luchó con los otros dos con gran maestría durante un rato largo, hasta que consiguió zafarse de ellos dejándolos inconscientes en el suelo. Ukin seguía en el mismo lugar. Por un momento le vino el recuerdo de su esposa en una escena cotidiana. Le servía un cucharón de sopa en un cuenco. Él esperaba ansioso comenzar a tomar la sopa y su delicioso aroma invadió su nariz.
         —Estaba seguro de que eras tú —le dijo señalando al monje con su espada.
La hoja de esta se enrojeció con llamas que ondulaban sobre ella.

El asesino se lanzó contra él a espadazos.  El monje seguía esquivándole sin problemas y contraatacando con la rama. El fuego de la espada hizo arder las hojas del suelo, algún tronco que fue golpeado y la rama del monje. Comenzaba a anochecer pero las llamas iluminaron tenuemente el duelo. Se esparció el humo gris y el olor a hojas quemadas. Ukin recibió un par de golpes de rama en cabeza y piernas. Tras decenas de tajos y estocadas, el asesino logró alcanzar su antebrazo derecho con la espada. El monje apenas gesticuló. La fea herida escupió sangre y fuego. Las llamas se expandían; rompían y quemaban trozos de piel. El rapado continuó atacando con la rama mientras el fuego alcanzaba su brazo. Cruzaron armas varias veces; midiendo sus fuerzas y descubriendo que eran parecidas.
            —¡Abandona tu cuerpo! ¡Muéstrate, maldito! —le gritó a un palmo de la cara al ardiente.
El monje bramó y una pequeña llamarada surgió de su boca. Ukin se apartó con un pequeño salto atrás. El hombre de fuego soltó el palo. Se quedó quieto, impasible mientras las llamas consumían rápidamente su cuerpo y sus ropas. Pedazos de piel derretida caían sobre las hojas quemadas.
            —¡Brujo bastardo! ¿Cuándo me dejaras en paz? —dijo con voz grave la negra criatura carbonizada que apareció tras extinguirse el fuego.
            —¡Hasta que me lo des! Cada vez eres más difícil de encontrar, pero siempre lo consigo.

Se irguió y alcanzó el triple de altura y anchura de lo que era el monje. Alzó el brazo y dejó caer su enorme puño. El brujo lo esquivó y un par de ataques más del enfurecido monstruo.
            —¿Cuantas veces más te tendré que matar, Ukin?
            —¡Ninguna más!
Le clavó la espada llameante en una pierna y salpicó sangre negra al suelo. Entonces el grandote sí bramó con fiereza. Después la extrajo con facilidad y la lanzó lejos de Ukin. Aporreó nervioso el suelo con sus manazas pero Ukin lograba escaparse de ellas. Hubo un momento que lo engañó y el asesino fue catapultado de un manotazo contra un tronco algo quemado. El bosque se incendiaba más a cada momento mientras el duelo continuaba.

El monstruo paró. Tanto él como Ukin recuperaban el aire.
            —Aunque quisiera no te lo podría devolver. Todo lo que como se queda dentro y me hace más grande. Aún tengo dentro todos tus cuerpos. ¿Cuantos van ya? ¿Diez?
            —Doce. ¡Y no serán trece!
           —No conozco nadie tan terco como tú. Fuiste una vez un samurai, un arquero, un obispo, incluso fuiste general, con un ejercito y todo, pero te engañé —se rió travieso.
            —Esta vez será mío, demonio.
Corrió hacía la espada. La recogió y se metió entre las llamas del bosque. El demonio lo persiguió. Se adentraron en donde el incendio era más intenso. Al grandote no le molestaban las llamas; corrían como ardillas por su piel negra. El humo negro le molestaba más y le impedía ver qué pasaba por el suelo. Con sus manazas apartaba los árboles con llamas y rescoldos de brasas. No podía encontrarle. De repente una cuchilla se clavó en su espalda. El demonio sintió una leve molestia y estiró el brazo para sacarse lo que para él era una astillita. Mientras lo hacía una caña de bambú afilada se clavó en su pierna. Eso lo molestó más. Entonces una lluvia de cuchillas y cañas le atacó por todas partes. Él agitaba sus manos a su alrededor esperando aplastar aquel molesto mosquito de tierra. Iba arrancándose todo aquello que le pinchaba. Se agachó mucho para poder ver por debajo del humo. Cuando tenía la nariz casi a ras de tierra, Ukin había trepado a un árbol muy alto. En la copa vio dónde debía aterrizar. Saltó desde allí blandiendo su espada y la hundió en la nuca del demonio. Escuchó un gran gruñido. La sacó y la clavó de nuevo. Nació un manantial de sangre negra.  Y volvió a sacarla y la hendió en la cabeza. Y lo repitió varias veces más. La criatura se fue debilitando y, entre quejidos, cayó desplomada al suelo.  No se movía y Ukin paseó su mano por la frente, quitándose el mar de sudor.


Bajó al suelo. Empujó por el lateral al demonio hasta que quedó el vientre a la vista. Clavó la espada en su pecho. Fue cortando, como con una sierra, y creó una ventana hasta la parte baja de la barriga deforme. Saltó al suelo un festival de sangre y tripas. También se encontró con algunos esqueletos que le resultaban familiares. Los fue sacando y amontonando en un lugar apartado. Buscaba en el cuello de cada uno de ellos. Acabó de rodillas, frente a las tripas demoníacas, explorando con sus manos. Al alba lo encontró. Era una piedra tallada blanca, con un grabado de la cara de una mujer. Formaba parte de un collar pero el resto se debió deshacer en sus entrañas. La talló su esposa, y al verla y tocarla, logró recordarla. La quería depositar en su tumba, dónde descansaba ella, hacía ya más de quinientos años.

Relato fantástico: Cambio de rumbo

Heiner tiró del abrefácil. Apareció un líquido previamente coloreado de amarillo. El lateral del plato de plástico estaba señalizado con las palabras: Sopa de pollo. Una cuchara se hundió en él. El líquido que capturó fue vertido en la boca del ingeniero.
            —¡JAX, noticias! —exclamó.
Sonó un doble sonido agudo en la sala de reuniones. En el centro de la mesa circular se reprodujo un holograma con el canal de noticias. El presentador vestido de traje gris hablaba sobre el descubrimiento de un nuevo mineral encontrado en una luna de Buorihen. Otra cucharada. Después hablaron de una investigación llevada a cabo por la Guardia Espacial sobre algo que denominaron "virus espacial". Fue descubierto tras la desaparición de varias naves de carga y una de la Guardia en el cuadrante B2 de Caul Segan. La cuchara permaneció llena a un dedo de la boca. El presentador hablaba de una nube verdosa que se expandía de forma alarmante. Contó que las autoridades recomendaban no circular por las inmediaciones.
            —¡JAX, llama al capitán!
Doble pitido. Heiner tragó lo de la cuchara. Se abrió un cubo holográfico en el aire. Apareció en él la cabeza del capitán. Aparentaba estar desnudo de cuello para abajo.
            —Heiner, ¿qué pasa? —dijo con desgana.
            —¡Capitán, tenemos que cambiar de rumbo! ¿Ha visto las noticias?
            —¿Qué dices? ¿Qué ha pasado?
            —¡Un virus espacial! ¡En nuestra ruta! ¡Venga a la sala a verlo en las noticias!
            —¡Joder! ¿Porque siempre gritas tanto? —Cerró los ojos con fuerza unos instantes—. Ahora bajo.
El cubo se dividió en pequeñísimos cubos hasta desaparecer todos por completo.

Una puerta de la sala se abrió automáticamente. Apareció el capitán bien uniformado. Se sentó enfrente de Heiner mientras este se acababa la sopa.
            —JAX, cerveza —pidió el capitán.
Doble pitido. El ingeniero subió las cejas y miró para un lado donde no había nadie. Los raíles del techo empezaron a moverse. El canal emitía un resumen de la carrera de ultramotos en Beiri.
            —¿Qué es eso del virus? —le preguntó al ingeniero.
            —En el cuadrante B2 de Caul Segan hay un virus. Desaparecen naves por allí. Han dicho que las autoridades recomiendan no pasar por allí.
            —Pero si apenas pasamos cerca... ¿Qué sabemos del virus? ¿Has llamado a Rose?
Un brazo mecánico entró en la sala. Descendió del techo depositando con suavidad y precisión en la mesa blanca una jarra de cerveza rubia delante del capitán.
            —No.
            —JAX, ordena a la doctora que se presente en la sala.
Bip, bip. El capitán pegó un trago.


Se abrió otra de las puertas. Entró la doctora ajustándose las gafas. Se acercó al capitán.
            —¿Sí, Tom?
            —¿Qué sabes sobre virus espaciales?
Rose se quedó extrañada. Miró un momento a Heiner.
            —No conozco nada sobre algo parecido.
            —Las noticias cuentan que hay un virus espacial en forma de nube verde en el que desaparecen naves. Vamos a pasar cerca de él —explicó el ingeniero.
            —No entiendo el problema. Esta nave es tan hermética como cualquier otra. No hay peligro de que entren virus. Supongo que si atravesamos ese virus y quedase impregnado en el exterior de la nave, las autoridades deberán confinarnos en cuarentena en la estación de destino.
            —¡No! ¿Más tiempo en esta lata? ¡Joder! —se quejó el capitán. Se acabó la jarra. Con la manga se secó el bigote.
            —¿Ha infectado a alguien ese virus?
            —No han dicho nada.
            —¿Entonces porqué lo llaman virus?
El cubo holográfico apareció. Esta vez era el piloto.
            —¡Capitán! Los sensores de la nave han enloquecido desde que atravesamos la nebulosa.
            —¿Nebulosa?
            —¡Sí, señor! Por las ventanas solo se puede ver una especie de humo verdoso.
Heiner se levantó del asiento. Pulsó un botón en la pared. Se abrió un ventanal. Desde allí solían ver negrura adornada con puntitos brillantes. En ese momento solo apreciaban un humo espeso verde oscuro. El cristal del exterior se estaba deteriorando. Perdía su transparencia y se veía en él manchas blancas. Se encendió en el techo una luz roja intermitente que bañaba por completo la sala blanca. Un pitido grave y molesto sonaba repetidamente. Por megafonía se pudo escuchar una voz robótica que decía:
            —¡Alerta! Fallo en la estructura de la nave. La integridad se ve afectada por un agente exterior.
            —¡Joder! ¿Qué pasa? ¡Johnson! ¡Cambio de rumbo! —le gritó a la cabeza holográfica.
            —¡Si, señor! ¿Coordenadas?
            —Dirección opuesta al cuadrante B2 de Caul Segan.
            —¿Coordenadas KH5, TY7?
            —¡Esas mismas! Pero rápido. ¡A toda velocidad!
            —¡Entendido, señor!
El joven piloto desapareció en múltiples cubitos.
            —JAX, obstruye las ventanas.
Bip, bip.
            —Esto no es un virus, es un gas corrosivo —contó Heiner mirando al exterior mientras se cerraba la compuerta.
            —Nos deshacemos como un efervescente en agua —dijo la doctora agarrándose los codos.

En la sala los minutos se alargaban. Todos esperaban que se apagara la alarma en cualquier momento. Extraños ruidos del exterior les inquietaban. Las paredes temblaban ligeramente debido a la alta velocidad. El pitido cesó. La luz roja se apagó.
            —La estructura está fuera de peligro —notificó JAX.
            —Solo faltaba esto; que me matase una nube —bufó y soltó aliviado el capitán.
            —¡JAX, realiza un informe de daños! ¡Mándamelo a mi pulsera! —gritó el ingeniero.
Bip, bip.
            —¿Vas a salir ahí fuera? —preguntó Rose.
            —¡Sí! Quiero comprobar cuanto antes que todo esté bien.
            —Pues abrígate. No vaya a ser que cojas un virus.
Rose sonrió. El capitán rió con fuerza. Heiner se quedó serio. Se marchó de la sala. Para él era muy pronto para bromear sobre el tema.

Una hora más tarde el capitán escudriñaba mapas estelares para encontrar un buen rumbo y que la entrega de la mercancía que transportaban no llegase demasiado tarde. Una luz roja e intermitente lo sobresaltó. Un pitido molesto le acompañaba.
            —¡Alerta! Fallo en la estructura de la nave —comentó JAX.
            —¿Otra vez? JAX, ponme con Johnson.
Bip, bip.
            —¡Capitán! —apareció una cabeza ante él.
            —¿Qué ocurre, Johnson?
            —La nube. Nos ha perseguido y nos alcanza.
            —¡¿Que nos persigue?! ¿Está seguro?
            —Los sensores no funcionan correctamente pero los datos indican eso; aunque sé que parece una locura...
Rose entró en la sala asustada.
            —¡Haga lo imposible por escapar de esta maldita nube!
            —¡Sí, señor!
La cabeza holográfica desapareció.
            —¿Ha vuelto el gas? —preguntó la doctora.
            —No sé ya si es gas, virus o pesadilla.
            —Heiner. ¡Aún está fuera!
El capitán la contempló. Pulsó un botón en la pared. Apareció la ventana y afuera la niebla verdosa. Tom y Rose se acercaron. Buscaban en el interior a su compañero.
            —JAX, contacta con Heiner.
Bip, Bip. Bip
            —El ingeniero Joseph Heiner no responde. No detecto su pulsera —dijo JAX.
La luz roja se apagó. El pitido también. La nube se diluía por momentos.  El piloto varió de nuevo el rumbo y parecía funcionar. Dejaron atrás a la pesadilla.


El capitán se acercó a la puerta exterior. Faltaba el traje espacial de Reiner. Se asomó al ventanuco y solo vio un trozo del cable de seguridad en el exterior. No había ni un trocito de Heiner ni de su traje. Tampoco había ni rastro de la maldita nube verde. Joseph Heiner solía hablar muy alto pero era el mejor ingeniero que el capitán había conocido.

sábado, 13 de julio de 2013

Noticia fantástica: Bichos

Hallado otro cadáver devorado por insectos
Es la cuarta víctima de una serie de asesinatos que atemoriza a la población de Atlanta. La policía sigue la pista del llamado "hombre de los bichos".


En un piso del numero 21 de la calle Forrester fue hallado el cadáver de M. S. de 47 años el pasado domingo día 20 de abril. La encontraron en su casa, bocabajo y consumida por una plaga de gusanos, moscas, cucarachas, escarabajos y más tipos de insectos. Miles de carcomas dañaron y devoraron parte del mobiliario, puertas y ventanas. La puerta principal de la casa se abrió gracias a ellas, al destruir la madera alrededor del cerrojo. Como fue habitual en otros casos parecidos, la policía evacuó y precintó el edificio. Una enorme lona lo cubre por completo. Está siendo fumigado por exterminadores de plagas. Alojaron al resto de inquilinos en un hotel.

En esta ocasión no hay indicios de quién podría haber sido pero por su modus operandi la policía sospecha del llamado "hombre de los bichos". Gracias a las cámaras de vigilancia de negocios cercanos en otros asesinatos similares, se obtuvo imágenes de este extraño personaje. Andaba por el medio de la calzada de madrugada. Era un varón de raza blanca, de metro ochenta de alto, larga cabellera y barba morena. Vestía de forma descuidada. Era difícil deducir por la calidad de las imágenes pero daba la impresión de que insectos de toda clase estaban adheridos a su cuerpo. Una larga lombriz se posaba tranquila en su hombro derecho. Por su cara paseaban moscas. Su pernera derecha estaba cubierta de cucarachas y escarabajos. El extraño hombre se veía impasible ante estas exóticas mascotas.


El doctor J. Hössinger es un reputado biólogo y entomólogo. Trabaja en el Parque zoológico de Atlanta. La policía lo ha nombrado asesor para este caso en particular. Sobre esta misteriosa persona dijo textualmente: "Debe ser un experto en química y/o comportamiento animal. Quizás halla descubierto la manera de controlar los insectos a su antojo domesticándolos de alguna forma o motivándolos con sustancias químicas. Estoy llevando a cabo una investigación sobre el tema que espero pueda ayudarnos a resolver estas dudas".

El inspector H. Turner es quien lleva este caso. Solo hizo un breve comentario en el que nos contó que perseguía una pista fiable y esperaba conseguir resultados dentro de poco. El resto de agentes guardan absoluto silencio sobre la investigación.

Los ciudadanos han informado a la policía de extraños sucesos ocurridos en las madrugadas; sobre todo cuando llueve. Muchos contaron haber visto tapas de alcantarilla abrirse y cerrarse por si solas; como si fuesen levantadas y transportadas por algo minúsculo. También hay quien afirma haber visto un hombre entrar y salir por estas oberturas. Otros aseguran que era "el hombre de los bichos". Varios agentes han explorado las alcantarillas de toda la ciudad sin encontrar el menor indicio de ese hombre.

Las droguerías, por otro lado, han salido beneficiadas por estos eventos. Sus ingresos se han duplicado las ultimas semanas. Los ciudadanos se lanzaron a comprar todo tipo de insecticidas, matamoscas, mosquiteras, etcétera, ante el pavor de encontrar por casa el más indefenso bicho. En estos momentos es difícil encontrar en cualquier tienda alguno de estos productos.


La viuda de J. Lomm habló con nosotros. Su marido fue la anterior victima en las mismas circunstancias. Llevaba una gran cruz colgada al cuello. La agarró con fuerza con una mano por el extremo inferior y declaró: "Ese hombre es un demonio. Está podrido por dentro y por eso está relleno de gusanos y cucarachas.  Mi James era un gran hombre; jamás le hizo daño a nadie. Cada día voy a misa. Rezo por el alma de mi marido y rezo también por la de las otras víctimas. Sobre todo rezo para que Jesús venza a ese demonio y lo devuelva al infierno. Como me lo encuentre yo, lo rociaré de insecticida hasta que desaparezca".

lunes, 1 de julio de 2013

Relato fantástico: El amuleto

Me asomé al abismo. El amuleto caía, rebotaba por las paredes terrosas y se perdía en la oscuridad de las profundidades. Sabía que por el fondo había un riachuelo y que se lo llevaría muy lejos. Difícilmente podría recuperarlo. Si tenía pocas posibilidades de salir vivo de aquí, ahora eran casi nulas. Me encontraba allí, en las alturas, con vértigo y un nudo en la garganta. Enfrente un precipicio y a mi espalda un lobo.

Cuando cumplí la mayoría de edad, mi padre me regaló un amuleto. Estaba tallado en madera. Tenía formas circulares que formaban lunas, colmillos o cuchillos en una base triangular. La pintura estaba desgastada y con desconchones. En algunas partes no lograba adivinar el color con el que se pintó. Colgaba de un cordel que me ató al cuello. Me dijo que me protegería del mal y propiciaría mi bien. Yo no creía en esas cosas pero empecé a sentirme extraño. Fui de caza con un amigo y conseguí más presas de lo normal. Mi puntería con el arco parecía haber mejorado. Practicando con la espada me sentía más fuerte, más ágil; incluso gané a adversarios a los que no vencía nunca. Una chica del pueblo que me gustaba apenas sabía que yo existía y, pocos días atrás, la descubrí mirándome a escondidas un par de veces. Mi padre tenía razón sobre aquel amuleto. No me lo quitaba ni para dormir. Así me lo pidió él y así lo deseaba yo.

Pocos días después él desapareció. Temía que se hubiera perdido. Solo le tenía a él. La edad le empezaba a afectar la memoria. Lo busqué por el río, el bosque y otros lugares donde se me ocurrió que podría estar. En el pueblo también echaban en falta a dos niños y a una chica. Estaban asustados. Al anochecer escuché gritos en la calle. Un hombre pedía auxilio. Llevaba un brazo sangrando. Su cara era pálida, como si hubiera visto un demonio. Salí de casa y me acerqué al montón de gente que se aglomeró a su alrededor. Gritaba que le había atacado una gran bestia peluda, que iba andando a dos patas. Nos contó que escapó de milagro. Aconsejaba que no pisáramos jamás el bosque. Los hombres del pueblo se apresuraron en culpar a la bestia peluda de las ultimas desapariciones. Una mujer acompañó al herido a su casa para curarle. Se formó espontáneamente un grupo de hombres que querían dar caza a la bestia. Corrí a casa, agarré la espada de mi padre y me junté con ellos. Mi amuleto me daba valor. Me miraron con extrañeza pero sabían que mi padre andaba ahí fuera. Sus silencios me otorgaban permiso para ir con ellos. Mi determinación les debió convencer.

El herido nos dio señas. Se topó con ella en el bosque, cerca del barranco. Éramos un grupo de ocho, más o menos armados. Nos iluminaban dos antorchas aunque la luz de la luna llena ayudaba. Llegamos al barranco que nos mencionaron pero no encontramos ningún rastro. Nos separamos. Cuatro fueron al este, por un camino que hacía bajada. Los demás bordeamos el barranco cuesta arriba. El camino se volvió abrupto. Cuidaba donde pisar para no caer rodando.

Me entró hambre. Me había saltado la cena para explorar un bosque aparentemente vacío. Entonces escuchamos un aullido. Voló por encima de nosotros. Aligeramos el paso hasta llegar a la parte más alta del barranco: una estrecha cornisa con una vista esplendida del valle. Vigilábamos los alrededores. Unos hablaban que la bestia peluda no sería más que un lobo perdido; que pronto le daríamos caza. Se escuchó un grito, unos golpes, otro grito parecido y silencio. Nos dimos cuenta de que nos faltaba uno.

Fuimos al encuentro. Una enorme sombra apareció ante nosotros. El más grande de los hombres atacó temerariamente. No atinó al enemigo. De la oscuridad surgió una garra que golpeó y rasgó el costado del hombre. Cayó de lado. Perdió su espada. El otro hombre intentó protegerme. Elevaba el hacha en guardia. Me pidió que me quedase tras él. Entonces la bestia salió a la luz. Gruñía y salivaba. Era un enorme lobo, más alto que cualquier hombre, erguido sobre sus dos patas traseras, de pelo gris y algo encorvado. La luna lo iluminaba por la espalda y apenas veíamos su cara. El hombre me hacía retroceder pero le avisé que se nos acababa la cornisa. A dos pasos teníamos el precipicio. Empecé a entender lo astuta que era esa bestia. Mientras el lobo tomó atención de nosotros, el del suelo aprovechó para salir huyendo. Mi protector hizo un amago de ataque con su hacha de cortar leña. Aun así el lobo se acercaba. El leñador atacó pero un zarpazo rápido lo mandó al abismo. Al poco oí como se golpeaba mientras caía. Me quedé solo frente a él. Acaricié mi amuleto. Lo saqué de debajo de las ropas y quedó colgando sobre mi pecho. Deseaba que funcionase mejor que nunca. Alcé la espada. Le ataqué. Le di en un brazo y retrocedió un poco. Lanzó un leve quejido. Ataqué de nuevo, pero me esquivó girando el cuerpo. Su garra me alcanzó. No fue grave; solo me desgarró la camisa. Se rompió el cordel del amuleto. El triangulo de madera voló, chocó con una piedra, rodó por el suelo y rebasó el borde de la cornisa.


Me volví hacía el lobo. La bestia estaba hambrienta. Pretendía morderme pero logré esquivarlo. Le empujé. Escapé de la cornisa por un lateral. Entonces me iluminó la luz de la luna llena. Me entró mucha hambre. Mi miedo se volvió ira. Me sentía muy extraño. Me tuve que arrodillar. Me brotó pelo por donde no solía haber. Mi cuerpo se ensanchaba. Dolía muchísimo. Miré a la luna. La aullé. Perdí el sentido.

Cuando lo recobré estaba bocabajo, desnudo, en medio del bosque, con la boca manchada de tierra y sangre. Debía ser media mañana. Me dolía la cabeza; como la mañana que desperté tras probar el vino. A mi alrededor había más sangre y una carnicería de partes de conejos y otros animales que no lograba reconocer. Me incorporé. Busqué mi ropa pero no estaba por ahí. Un olor a conejo asado me llamó la atención. Lo perseguí hasta encontrar una fogata. Un hombre cocinaba conejos espetados. Para mi sorpresa era mi padre, y estaba también desnudo.
            –¿Padre? –pregunté. Ya difícilmente entendía algo.
            –¡Hola, hijo! Ven, que te estoy preparando el almuerzo.
Me senté a su lado en una roca que preparó como asiento. Me miró.
            –Entonces has perdido el amuleto ¿no? –me preguntó sonriente.
           –Así es. Luché con un lobo, se me cayó por el precipicio y luego creo que me convertí en un lobo. ¿Era un sueño?
           –Ojala. No quería que te enteraras nunca. Quedamos muy pocos. Por la mañana hombres y por la noche lobos. El amuleto me lo regaló una bruja. Ayudaba a poder vivir entre los hombres. Lo malo es que solo tenía uno. Ya llegó tu tiempo de transformarte, así que te lo regalé y te abandoné. Espero que no te enfadaras conmigo.
Me quedé un rato pensando, asimilando toda la historia como podía.
          –¿Y ahora qué? Ya no podremos vivir en el pueblo.
          –No te preocupes. Nos iremos de aquí. Viviremos en los bosques, muy, muy lejos, donde no nos molesten, donde seamos felices. No te preocupes.
Mi padre me dio el conejo ya cocinado y acabó de asar el otro. Almorzamos juntos mientras echábamos de menos la luna redonda.