domingo, 11 de diciembre de 2011

Relato fantástico: La estatua de la plaza


Arranco un trozo de la tela del brazo de un muerto. Me siento en el pedestal de una estatua que pronto será sustituida y limpio con el trapo la sangre de mi espada. Huelo la carne quemada y el humo que viene de las hogueras cercanas a la puerta de la ciudad. En esta plaza solo quedo yo vivo. La sangre se encharca entre los adoquines que piso.


Los demás no recuerdan como empezó todo. Yo siempre lo mantengo en mente para motivarme en la batalla. Y es que lo vi en vivo. Por aquel tiempo servía en la corte. Le llevaba la cena al rey cuando el pasillo fue invadido por unos guerreros que vestían una extraña armadura oscura. No tuve más remedio que echarme a un lado. Ningún ejército como aquel vendría a por un joven sirviente. Es posible que se hubiesen arrepentido de no hacerlo. Entraron en tromba en el comedor. Toda la familia real cenó espadas. Los soldados no pudieron con los invasores. Les vi atravesarlos con espadas y parecían no sentir dolor alguno. Ni uno de ellos cayó. Fue una gran masacre.

No encontré a nadie vivo por el castillo. Solo aquellos guerreros oscuros por todas partes. Huí antes que decidiesen que sobraba. Veían mi escasa estatura, mi cara espantada y lloriqueada y no malgastaban su tiempo en ir a por mí. Llegué a la ciudad y busqué sin fortuna a mis padres. Por donde vivían estaba en llamas y la gente huía en manada. Decidí irme con la multitud. Años más tarde me arrepentí. Podía haber hecho más por ellos. Arriba de la colina vi a la ciudad de Agorlea en llamas. Me arrodillé y recé por mis padres. Desde aquel día no volví a verlos. También agradecí a la diosa que me sacase de allí.

Varios días anduve por los caminos del bosque esperando llegar a un poblado cercano. Los más espabilados huyeron a caballo. Otros seguían a pie como yo, pero me separé de ellos para buscar algo que comer por el bosque. Estaba muerto de hambre cuando el olor de un guiso me guió hasta unos soldados. Era un grupo de los leales al rey que consiguieron escapar de la matanza. Los lideraba el capitán Domar. Me uní a ellos a cambio de comida. Me encargué de cocinar para ellos durante un tiempo. Domar me contó que el culpable del ataque y reclamante del trono era un antiguo mago desterrado del reino llamado Murgolief. Se estableció en el castillo y su ejército oscuro fue reconquistando el resto de poblaciones. Durante ese tiempo nos escondimos en el bosque y buscamos la manera de contraatacar. El reino fue esclavizado por la mano dura del mago traidor.

Después de varios años fui entrenado en la lucha como ellos, aunque no sirviera de nada ante los soldados inmortales. Domar buscó entre los más sabios de la región para recolectar información. Encontró varias pistas que fueron inútiles. Al fin, un bibliotecario trajo un libro polvoriento interesante a nuestra cueva. Narraba la historia de un antiguo mago arzonte que gobernó el mundo en una era muy lejana. Creó un artefacto mágico que daba la vida eterna tanto a él como a sus súbditos. Todos dedujimos enseguida que ese artefacto debería haberlo conseguido Murgolief. Solo nos faltaba saber cómo quitárselo.

Tardamos aún más tiempo hasta dar con el posible paradero del Ojo de Kashnof o Kaxnoj, nunca supe cómo se pronunciaba. Una torre al oeste de las montañas aparentemente servía de torre de vigía, pero era custodiada por muchos soldados día y noche. Una luz verdosa se veía en la cámara más alta cuando anochecía. Domar, tras estudiar como entrar, creó un grupo para infiltrarnos en el que formé parte. El plan consistía en escalarla por la zona más cercana a un precipicio que solía estar menos vigilada.

Y así lo hicimos. Nos entrenamos varios días para tal propósito. Domar y tres más escalaban aquella torre de piedra y yo empezaba a subir. Cuando llegáramos arriba no sabíamos que podría haber. Los cuatro alcanzaron la cámara antes que yo. Oía espadas cruzándose y alaridos. Cuando llegué arriba todos luchaban contra cuatro oscuros. Eran tres contra cuatro. Uno de los nuestros yacía en el suelo doliéndose de un profundo tajo. El oscuro que no estaba luchando vino a por mí. Sabiendo de su inmortalidad y mi escaso éxito luchando con él decidí arriesgarme. Cargaba con su espada hacia mí, me agaché y metí mi cabeza entre sus piernas, me levanté rápidamente y el oscuro salió volando precipicio abajo. Los demás luchaban y aproveché para llegar al centro de la sala. Allí un extraño artilugio llegaba hasta el techo. En el centro una piedra en forma de ojo emanaba una luz verdosa. Le di un espadazo que no le hizo ni una muesca. Probé más veces pero no había manera. Una puerta se abrió. Dos guardias más aparecieron. Me subí a la estructura e intenté sacar la piedra de su sitio con mis manos. Una fuerza me quemó por dentro al tocarla y tuve que soltarla de inmediato. Los recién llegados vinieron a por mí. A base de espadazos pensaban acabar conmigo, pero conseguía esquivar los ataques con mi espada y guareciéndome tras la estructura metálica. Iban dando vueltas librándome de sus estocadas de milagro.

Rezaba mentalmente a mi diosa que siempre me cuida. Deseaba que me diera lo necesario para destruir aquella piedra y salvarme de aquella situación. Me di cuenta entonces que otro de los nuestros había caído. El capitán luchaba con dos a la vez, como yo. Barlio, mi otro compañero, mantenía a raya al suyo. De una patada en el pecho lo empujó y chocó contra otro soldado que luchaba conmigo. Los dos cayeron por el suelo. Barlio luchó entonces con mi otro rival. Me pidió que buscara la manera de destruir ese maldito Ojo mientras me dejaba el camino libre. Entonces vi una maza entre varias armas colgadas en una pared al fondo. Corrí hasta ella, la agarré y sentí su peso. Solté mi espada y cargué con las dos manos mi nueva arma. Otro soldado se interpuso en el camino pero se llevó un mazazo que lo devolvió al suelo. Y la asquerosa piedra verde se llevó otro. Y cinco más tan fuerte como pude darle pero aquel Ojo no se quebraba. Decidí probar a golpear los soportes metálicos que la sujetaban. Se doblaron con facilidad, la piedra se desencajó y cayó al suelo de la cámara. Me vino otro soldado que envié a la otra punta de la sala con el mazo. Con rabia volví a golpear la piedra en el suelo y se partió por fin en mil pedazos. Pero después de aquello nada parecía haber cambiado.

Domar estaba acorralado. Los dos soldados que le atosigaban lo arrinconaron contra una pared. El de la derecha se le acercó y el capitán le clavó su espada en el cuello con habilidad. Cayó al suelo inmóvil. Yo grité de alegría entonces. Mientras arrancaba la espada del muerto, el otro aprovechó para asestarle un corte mortal. El capitán cayó al suelo de rodillas y yo le vengué golpeando a su verdugo. Nos enfureció mucho su muerte. Ya que sabíamos de su mortalidad, los atacamos con todas nuestras fuerzas. Quedaron solo dos de ellos. Barlio me pidió que escapara, que él me cubriría y que contase a todo el mundo que era posible acabar con ellos. Escalé hacia abajo todo lo rápido que pude. Entre matorrales logré salir de allí sin problemas. Esperé a salvo por Barlio pero nunca lo volví a ver. Recé por él y por mí.

          Les conté a todos lo que ocurrió. Más adelante lideré a los hombres de Domar, recluté a muchos hombres y comencé esta guerra. Costó pero volvimos a Agorlea para reconquistarla. No sé quién gobernara ahora este reino. Hay quien quiere que sea yo, pero solo soy un soldado canoso y cojo. Lo que sí sé es quien debería gobernar esta plaza. Propondré derribar esta estatua de ese traidor y poner en su lugar a mi diosa salvadora.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Relato fantástico: La prueba

Kiiplo debía reconocer que estaba perdido en aquel monte. El nombre de su padre pesaba demasiado; todos esperaban que volviese con las tres presas en menos de un día. Otros jóvenes tardaban más de cinco días en superar la prueba.

En la lengua de los crombels su nombre significaba “Flecha poderosa”. De muy pequeño ya apuntaba maneras con el arco, pero en verdad era gracias al entrenamiento con su padre, un gran cazador cuya fama sobrepasaba su pequeño poblado. Era conocido sobre todo por acabar con una enorme bestia que habitó los bosques de Nagoh.

Y allí era donde estaba Kiiplo. Mientras buscaba algún árbol o roca que le sirviese de ayuda para referenciarse, intentaba recordar las enseñanzas de su padre. Su arco de madera y su carcaj lleno de flechas no servían de nada ante la falta de presas. Debía encontrar la zona por la que habitaban los norios. Esos peludos y rudos saltarines son difíciles de encontrar. Son fieros en las distancias cortas; sus dientes producen graves heridas. El joven crombel podría con ellos con facilidad desde lejos con sus flechas certeras y mortales. Para ello llevaba entrenándose mucho tiempo atrás.


Una roca puntiaguda le recordó por donde encontrar un área recomendada por su padre. Continuó un camino que le conducía a una pequeña colina. En aquellos montículos de alrededor los norios solían cavar sus madrigueras. Examinó la zona con detalle pero no encontró ninguna. Su padre habría encontrado más de una, pero no le podía ayudar. Para ser aceptado por su clan debía superarla solo. No podía volver sin traer los tres norios.

Recogió un buen puñado de frutos rojos. Los colocó en un montón en un claro del bosque. Trepó por el árbol más grande y frondoso. Enroscó sus largas piernas por una gruesa rama. Quedó colgando bocarriba con su coleta oscura balanceándose y con sus manos libres para utilizar el arco. Las hojas verdosas camuflaban su piel azul-verdosa. Solo le quedaba esperar que un norio oliese aquel manjar.

Era mediodía y a Kiiplo se le cansaban las piernas. Ni un solo animal apareció por allí. Ni los pájaros ni insectos revoloteaban por aquella colina. Esto inquietaba al joven. Se incorporó y se sentó en la rama. Trepó hasta el punto más alto y oteó el horizonte. Jamás vio el bosque tan vacío. Después de observar con atención, vio unos pajarillos revolotear hacía el sur. Pensó que algo les atraía hacía una lejana montaña del sur. Aquellos pajarillos eran manjares para los norios, así que por allí supuso que deberían estar.

En cuatro saltos bajó hasta el suelo de tierra. Al dar un par de pasos, un rugido grave a sus espaldas erizó su piel. Su instinto le obligó a ocultarse tras el tronco del árbol más cercano. Oía el fuerte respirar de algo desconocido. Se asomó y encontró una enorme bestia de color rojo oscuro. Con su enorme hocico olisqueaba en el aire el rastro de presas. El crombel entendió el porqué de la soledad del bosque. Aún estaba lejos. Si estaba buscando los norios necesitaba llegar antes que él. Trepó de nuevo el árbol hasta la rama más alta. De allí saltó de rama en rama por diferentes árboles del bosque en dirección al sur. “Aquella bestia no podrá seguir mi rastro por los árboles”, supuso Kiiplo.

El joven cazador paró en una rama para recuperar fuerzas. Se encontraba cerca de la montaña del sur que oteó a lo lejos. Por allí escuchaba los cantos de pajarillos y no rugidos ni fuertes respiraciones. Un norio pasó corriendo por el suelo. Por fin los había encontrado. Fue de rama en rama, persiguiéndolo por las alturas. Aquel animalillo corría desesperado. Otro norio más pequeño apareció por su izquierda. Los dos iban hacía la profundidad del bosque, donde quizás podrían refugiarse. Detrás del joven saltarín volvió a escuchar respiraciones fuertes. Esta vez las escuchaba a su misma altura. Se detuvo, miró atrás y le asustó ver a la bestia saltando por las ramas como lo hacía él. Las ramas se doblaban mucho soportándolo pero aguantaban. Kiiplo continuó por las ramas siguiendo el rastro de los norios. No estaba seguro si aquella bestia le atacaría, pero seguro que los norios huían de él. El crombel solo veía una solución. Debía cazarlos antes que él.

Se paró, agarró una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó. La bestia roja resollaba tres árboles atrás. El crombel calculó la rama donde aterrizaría y lanzó su proyectil. Se clavó en su lomo. Lanzó un leve rugido, una de sus cuatro patas se apoyó donde no debía y cayó al suelo. Un ruido seco se escuchó cuando impactó contra el suelo. El joven aprovechó esta ventaja y continuó tras los norios. Entonces algo se agarró a su pierna. Era fino, fuerte y pringoso. Le estiró hacía atrás y lo desestabilizó. Mientras caía del árbol, vio que lo que le agarraba era la larga y fina lengua de la bestia tumbada. Cayó bocabajo haciéndose daño en el brazo izquierdo. En el suelo desenvainó un pequeño cuchillo de caza de su cinturón y cortó con destreza aquella cadena de carne. Esta vez sí que rugió de dolor mientras recogía su lengua en la boca y esparcía sangre purpura alrededor. Kiiplo se levantó, cargó de nuevo su arco y disparó. Iba a su cabeza pero el deslenguado la bajó y se clavó en un lateral de la espalda. El monstruo embistió contra él golpeándolo con su dura cabeza de escamas. No pudo esquivarlo y fue lanzado contra un tronco.  El arco voló hacia el otro lado. Se quedó sentado, apoyado en el tronco, y la bestia se giró hacia él. Embistió de nuevo y el crombel no tuvo más remedio. Le miró con el ceño fruncido y con los ojos en blanco. Pronunció una antigua oración crombel a la vez que la bestia corría hacia él. Sus ojos se volvieron también blancos y comenzó a desacelerar. Sus músculos se volvían más tensos y, poco a poco, se quedaba quieto. A poca distancia del joven se quedó paralizado. Kiiplo continuaba con la oración y los ojos en blanco. El rojo animal cayó a un costado temblando e impedido. El crombel se levantó, empuñó su cuchillo y le rebanó la garganta. No tardó en morir. Acabó de separarle la cabeza del cuerpo. El joven pensó que la cabeza de aquella bestia valía mucho más que tres norios, así que se olvidó de ellos y volvió al poblado con ella arrastras. A la vuelta se preguntaba si era una bestia como ésta la que cazó su padre.