jueves, 27 de septiembre de 2012

Relato: Bajó de las montañas

El agente Harrison iba de camino en su coche patrulla a la granja de los Murphy. La carretera que conducía allí desde el pueblo se veía muy nueva, porque apenas había tráfico y ni la nieve de aquella mañana podía con ella. Por eso no usaba las sirenas ni cuidaba la velocidad. Los faros delanteros y la luz del ocaso eran suficientes para distinguir el camino. A lo lejos encontró la forma de la casa.

Los Murphy habían llamado por un niño inconsciente que encontraron en los alrededores de su huerta. A Harrison no le dieron más detalles. Después de aparcar al lado de un tractor viejo, se acercó a la casa y llamó al timbre. Enseguida la señora le abrió la puerta y le invitó a pasar. Olía muy bien a sopa. Le condujo a una habitación donde el médico del pueblo diagnosticaba al chaval. Era de unos ocho años, caucásico, bien vestido y muy pálido. No llevaba ninguna identificación. Seguía inconsciente tumbado en la cama de matrimonio. La mujer fue a la cocina en la que estaba preparando cena por si el chico despertaba. El agente interrogó a Henry Murphy, que estaba sentado en una vieja silla. Le vino a decir lo mismo pero con más detalles. Se lo encontró bocarriba encima de la nieve cerca de sus huertos de patatas. Dijo que habría bajado de las montañas. Se lo encontró ya inconsciente, casi helado aun con el abrigo que llevaba. No llevaba ni bufanda ni gorro. Nada más encontrarlo lo tapó con su abrigo, lo trajo a casa y llamó al médico y la policía. Al agente le pareció sincero. Aquella pareja afroamericana de granjeros no pudieron tener nunca hijos y trataron al chico como un príncipe. Más tarde habló con el medico tras examinar al chico. Le contó que tenía una ligera hipotermia y que no sabía cuándo recuperaría el sentido.


Harrison informó desde su coche a la central del estado del chico y les informó que buscaría su rastro para comprobar que no hubiese más posibles víctimas. Volvió con Henry para que le indicase el lugar exacto donde se lo encontró. El viejo granjero, andando con lentitud, le llevó hasta allí. El agente buscó por alrededor. Fue en dirección por donde él creyó que había venido el chaval. Henry vio como se adentraba en la montaña. Enseguida volvió rápido para dentro porque comenzaba la fría noche.

Un claro rastro de pequeñas huellas sobre la nieve condujo a Harrison casi un kilómetro arriba, hacía la cima de la montaña. Se lastimaba de no haber cogido algo más de abrigo para continuar aquella expedición. Iba iluminando el camino con su linterna. En un llano vio que los pasos del chico estaban muy separados. Había estado corriendo por algo. Se temió lo peor. Algo más arriba se encontró más huellas. El agente había estado por aquella montaña de pequeño cazando con su padre. Conocía perfectamente las huellas que había cerca de las del niño. Dos lobos jóvenes habían estado siguiéndole el rastro, pero había un lugar en las que se desviaron hacía una bajada que llevaba a un espeso bosque. Empezó a cavilar porque los lobos dejaron de perseguirle. Habría sido una presa fácil para ellos. Quizás se cruzó por medio una presa más deliciosa y dejaron en paz al niño. O alguna fortuita niebla envolvió al chico y confundió a los depredadores. No le convencía ninguna razón que él mismo deducía, así que decidió continuar el rastro.

Más arriba encontró donde había empezado a correr. Posiblemente después de darse cuenta de los lobos que le seguían. Antes de la carrera había huellas de paso normal. Continuó y, quince minutos más tarde, encontró un coche plateado y estrellado. La puerta trasera derecha y la del copiloto estaban abiertas. Dentro había un hombre inmóvil apoyado en el volante. Se acercó y era lo que parecía. Estaba muerto. Habían caído de una curva de la carretera por un barranco hasta llegar adonde se encontraba el coche ya inservible. Le cogió la cartera y lo pudo identificar como John Parker. El señor Parker fue muy amable prestándole el abrigo al agente. La guantera estaba abierta. Aparte de los papeles y cedés de música, encontró la funda negra de una pistola vacía. Entonces el agente pudo atar cabos a lo qué ocurrió aquel día por la montaña.

Con la luz de la luna casi llena y la de su linterna, bajó rápido por la montaña. Llegó abajo antes de lo esperado. Ya cansado y enfriado llegó a su coche. Informó a la central del coche estrellado y el hombre muerto. Tras calentarse un rato dentro con la calefacción, decidió visitar de nuevo al chaval. Llamó a la puerta y la señora le invitó a pasar de nuevo. El medico seguía allí con el chaval que no había despertado aún. Harrison preguntó por su estado y él dijo que se recuperaría. El agente cacheó su ropa y luego su abrigo. En este último encontró la pistola. La comprobó y había sido usada. Se acercó a la oreja del pistolero y le dijo:
—No sabes la suerte que has tenido, hijo.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Relato: Túnel

Cuando a alguien se le plantó una montaña en medio del itinerario a su destino, se le presentaron tres opciones: si era valiente la escalaría para traspasarla, si era prudente iría rodeándola hasta dejarla atrás, o si era inteligente la agujerearía para atravesar su interior. Tras el paso del inteligente, los demás aprovecharon su idea.

Traspasé la boca pétrea para adentrarme en su oscuro esófago. Se acabó escuchar la radio. La manada de espeologos mantenían un ritmo constante. Tanto en el suelo como en el techo un sinfín de líneas blancas discontinuas. El horizonte permanecía oculto entre tanto metal. Había escuchado que este era el túnel de carretera más largo de Europa. ¿Cuanto tardaría en atravesarlo?


En dirección contraria apenas venían coches. Era como un viaje sin retorno. Decenas de luces volaban alejándose de mí. Poco a poco aminoraban y se intensificaban; como si temieran aquella creciente oscuridad. Los coches fueron frenando hasta pararse. Al poco frené yo; atrapado entre otros coches y un enorme camión a mi derecha. Éramos una indigestión en el intestino montañés. Me gustaba imaginar cuando me aburría. Estar sin radio ayudaba. Me imaginé al primer coche llegando al final y que no encontrase la salida. Que una enorme pared le encarcelase. Que bajase del coche, andase unos pasos y rozase con las manos la roca. Que los coches se acumulasen uno detrás del otro. Que no parasen de llegar, formando un enorme atasco y que algún desesperado, sin saber qué ocurría delante, tocase el claxon esperando que el ruido solucionase el problema.

Cinco o seis minutos estuvimos parados. Había puesto algo de música para entretenerme de la trampa. Algunos motores rugieron de nuevo. Con marcha lenta se empezaron a mover los vehículos. Apenas a veinte por hora recorrimos medio kilómetro para pararnos de nuevo. Busqué de nuevo el horizonte sin éxito. Quizás sí había una pared al final de todo.  Pensé en lo de siempre; que habría sido un accidente. Al minuto reanudamos la marcha. Las luces del túnel parecían oscurecerse suavemente. Ya no venían coches en dirección contraria. Aceleré. Adelanté un coche yendo por el carril contrario. No quería seguir más tiempo bajo la montaña. Me venían ideas terribles sobre desprendimientos de techo, fallos eléctricos, falta de oxigeno, etc.  Me faltó el aire por un momento y abrí la ventanilla. Un olor a aceite quemado me invitó a volver a cerrarla. Sí, debería ser algo sobre un accidente. Volvíamos a estar parados. Imaginé que un desprendimiento de techo chafó el capó de un coche, frenándolo al instante, y otros coches chocaron con él, provocando un accidente múltiple. Ambulancias y policía deberían estar ya al cargo de ellos. El carril en contra dirección se estaría habilitando para que los de mi carril puedan esquivar la obra de arte abstracto de metal, vidrio y humo. O eso es lo que imaginaba.

¿Porque me comía la cabeza con desgracias? Seguro que no era para tanto. Escuché de nuevo un claxon solucionador de atascos por atrás. Quizá solo fuera un coche que se ha averiado. O algún control policial. O simplemente un atasco. Hice memoria por si hoy había alguna vuelta ciclista o algo parecido que hiciese cortar carreteras. Si funcionase la radio sabría qué ocurría. Aunque era una costumbre fea, me mordía las uñas. Atrás y delante presentaban un paisaje idéntico de coches apelotonados y caras de aburrimiento. Canté una canción que me gustaba y apareció sin aviso. Después dejó de funcionar. No pude entender porqué. Toqueteé los botones, giré las ruedecitas y aquello ya no cantaba. Me quedé sin radio ni música. Los coches volvieron a la marcha y dejé por imposible el aparato.


Empezaba la procesión otra vez a ir algo deprisa. Íbamos a sesenta por hora. Aquel túnel no tenía final. Me convencí de que no vería la salida. Según mis cálculos, habríamos pasado la mitad del túnel. Miraba el techo por si estaba en mal estado y cayese algún trozo. Abrí un poco la ventana y entonces no olí nada raro. La mantuve abierta un palmo. Me hicieron luces. Me aparté y un coche potente me adelantó sin problemas. Otro le siguió. Al poco rato, varios más me pidieron paso. Entonces yo pedí paso también al de delante. Adelanté a dos coches. Tres me siguieron por el carril contrario. Volví a adelantar. Entonces me di cuenta que querían adelantarme incluso por el carril contrario. Mirando por el retrovisor, y delante también pasaba, vi que todos se adelantaban unos a otros como en una desesperada carrera por sobrevivir. Cláxones, acelerones, luces e insultos provocaron lo que me temía: un nuevo atasco.

Abrí la guantera pero no había nada allí para entretenerme. Entonces no tenía uñas para morder ni canciones que cantar. Si imaginaba solo se me ocurrían desgracias. Miré de nuevo el techo. Busqué el horizonte. ¿Pero cuanto intestino faltaba por atravesar? Me imaginé como sería un laxante para montañas. Un hombre gritaba algo que no entendí unos coches más atrás. Otro que iba en moto puso el caballete y se levantó. Se quitó el casco y se peinó su melena rubia canosa. Se colocó encima de la línea central del túnel. Igual que yo, buscaba el horizonte. Se puso de cuclillas mirando al suelo; claramente cansado. Se levantó al rato. Los de los cláxones solucionadores tiraron la toalla. Me entretuve encendiendo y apagando la luz interior del coche; como en una discoteca, aunque sin música. O salíamos ya o me daría algo.

Un viento sopló. Algo se movía delante. Motores se encendían y rugían. Las luces rojas volvían a volar. Arranqué y aceleré. Aquello prometía. Íbamos rápido. La gente aprendió y no intentó locos adelantamientos. Poco a poco y con buena letra, desfilábamos hasta el final del túnel. A saber si había allí una salida o no. Entonces lo vi: el horizonte iluminado con forma de puerta enorme. Aceleré de nuevo. Todos lo hacían. El laxante hizo efecto y salimos todos a toda velocidad. El sol me cegó durante unos instantes. Me alegré de salir pero no vi nada parecido a un accidente ni ningún trozo de techo o pared. ¿Qué nos retenía? No vi tampoco ningún policía ni ambulancia ni grúa. Quizá la oscuridad se apoderó de quienes la atravesaban. Quizá encogía sus corazones, engullía su valor y temían lo que hubiese al final del túnel. Quizá, al no ver el fondo, se fueron frenando hasta quedarse parados. Quizá la montaña les susurraba que el túnel no tenía final y jamás lo atravesarían. Quizá los pocos que iban en dirección contraria eran conductores que se creyeron sus amenazas. Otra vez empezaba a pensar tonterías. Encendí la radio y continué mi camino bajo un sol naranja.

jueves, 19 de julio de 2012

Relato: La carta en blanco

La habitación estaba llena de fantasmas de cigarros, y a Jorge no le salía cómo empezar su historia. Sentado delante de su escritorio y su antigua maquina de escribir, iba a escribir lo que seria algo crucial para su cliente. Su cenicero de cristal rebosaba de colillas y decidió vaciarlo en la papelera casi llena de papeles arrugados plagados de errores.
Lo que debía escribir podría ayudar a que su cliente quedara o no en la cárcel para siempre. El juez podría ver las cosas mas claras que oscuras con un buen escrito de él, pero no sabía como escribirlo.


Ser abogado comporta tener que defender a gente horrible, y lo que había hecho el “Pinchos” era muy difícil de defender. Entró en una joyería a punta de pistola, a plena luz del día, y pidió “amablemente” que le dieran la pasta. Había dos clientas más en la tienda y una cámara le enfocaba desde que entró. Dejó una mochila gris destrozada de marca ilegible encima del mostrador. La abrió. Les ordenó a sus esclavas que la llenaran de tesoros. Lo que no sabía era que otra dependienta estaba en el almacén cuando ocurrió todo. Tras escuchar los gritos del “Pinchos”, se quedó tras la puerta y llamó a la policía. Los azules le ordenaron salir desde sus megáfonos y rodearon la salida.




El “Pinchos” preguntó a las tres mujeres que quién había llamado a la policía. La dependienta sin querer miró a la puerta del almacén. Él agarró una clienta como rehén, con una mano tapándole la boca, para que no gritara como una histérica. Abrió la puerta del almacén y estaba a oscuras. Encendió la luz y buscó por dentro. Enseguida vio una mujer escondida detrás de una estantería con un móvil en la mano. Como a él no le gustaba nada la policía, no podía perdonarla por traerla aquí. Quería darles una lección. Levantó la mano con la muerte metálica en ella, apuntó y disparó. Cayó fulminada al suelo, la rehén gritaba enormemente y el “Pinchos” le apretaba aún más la boca para que callara.

Le llamaban el “Pinchos” porque si le preguntaban por los pinchazos de sus brazos decía que se chocó en el bosque con una de esas plantas verdes con pinchos. Era tan ignorante que no sabia ni siquiera que eso de lo que hablaba era un cactus, y que no suelen crecer en bosques.

Nada más salir, les gritó a las otras que les pasaría lo mismo si no hacían lo que él quería. En ese momento, se abalanzó un policía por su espalda que se escondió tras la puerta aprovechando que el atracador entró en el almacén. Consiguió quitarle la pistola, la rehén se le escapó y el “Pinchos” se quedó agachado sin saber que hacer. Se lo llevaron detenido, lo juzgaron más adelante y acabó en la cárcel.

Jorge tenía que pedirle al juez que no le cayera la perpetua a su cliente, pero realmente lo tenia muy difícil. Se levantó de la silla y abrió la ventana para airear el cuarto. Entonces vio unos chavales jugando a fútbol en un parque cercano. Pensó que la calle estaba mejor sin gente como el “Pinchos”. Pensó si realmente merecía su cliente una pena mas corta. Entonces lo que decidió fue que debía coger una chaqueta y salir a cenar por ahí. Si veía como estaba el mundo sin él, le ayudaría a decidir si escribir esa carta o no.

sábado, 31 de marzo de 2012

Relato fantástico: El espantapájaros

Desde la ventana de un segundo piso de una casa de pueblo, una niña rubia de unos nueve años contempla como el vecino, un hombre mayor con barba canosa, monta un espantapájaros justo en medio de su huerto de tomates. Al lado está el jardín de su casa, con un enorme árbol. Ella sonríe; se entretiene viendo como, con ropa vieja y paja, se va formando un muñeco crucificado. La cabeza es un saco relleno de paja con dos ojos de botones negros cosidos a él. El sombrero de paja deshilachado, la camisa granate con una manga manchada de pintura, un pantalón azul con un gran zurcido donde suele estar la rodilla derecha y unos zapatos viejos marrones le daban aspecto de campesino.

El vecino acaba su obra al ponerse el sol. La apariencia del muñeco es espeluznante. Lo observa orgulloso con las dos manos en la cadera. Al rato se va. La niña sigue contemplándolo desde la ventana abierta de su habitación. Entra su madre con una bata, el pelo castaño recogido en un moño y un termómetro en la mano.
—¿Qué haces en la ventana? —pregunta su madre. —¡Vuelve a la cama!
Mientras sin rechistar obedece y se resguarda bajo las sabanas, la mujer cierra la ventana. Se sienta en la cama, al lado de su hija, y le introduce el termómetro en la boca.
            —Parece que ya estás mejor —le dice mientras le toca la frente con la mano. —Pero no te asomes, que no te pondrás buena.
Espera un momento mientras mira por la ventana el espantapájaros nuevo. Le saca el termómetro y mira el resultado. Le da un beso en la frente mientras dice:
            —Intenta dormir un rato, cariño.
Le arropa y sale de la habitación.

Al poco de salir su madre, la niña se levanta para mirar de nuevo por la ventana. El cielo comienza a nublarse. El viento sopla fuerte con intermitencia. En una de esas ventiscas, el saco que formaba la cabeza del muñeco, se gira unos grados. Los botones miran fijamente a la niña. Aquello la asusta. Vuelve a la cama, se tapa con las sabanas, se encuentra a su muñeca entre ellas y la abraza. Da un par de vueltas encima del colchón hasta que se duerme.

La luna llena se asoma por la habitación. Aquel sol nocturno despierta a la niña a la medianoche. Ella se levanta adormilada y se acerca a la ventana. Agarra las cortinas para desplegarlas pero antes da una mirada al exterior. Allí, donde estaba el muñeco de paja, solo hay un palo clavado al suelo; medio caído. Se frota los ojos con el puño. El otro palo de escoba anda un poco más adelante y por el suelo. Encuentra un surco con brozas en el polvoriento huerto. Lo recorre con la mirada. Se aleja del huerto y llega al jardín de su casa. Abre la ventana, se asoma al alfeizar y lo busca. Saca medio cuerpo fuera.

Unos gorriones duermen en las ramas bajas del gran árbol. De repente, todos salen volando en dirección contraria de la ventana. Los más pequeños se alejan piando. La puerta de la habitación se abre un par de centímetros sin hacer ruido. Ella busca en el jardín a derecha e izquierda sin encontrarlo. Se asoma afuera un poco más y ve que está abierta la puerta trasera de la casa. Con las manos en el alfeizar se impulsa hacia dentro. Se gira y ve en el suelo a quien buscaba. Suelta una vocal de sorpresa. La puerta está medio abierta. El espantapájaros se arrastra por el suelo impulsándose con los brazos de paja; como un soldado en las trincheras. Va desperdigando un rastro de brozas y paja. Sus botones apuntan sin cesar a la cara de la niña. Se mueve con lentitud pero avanza sin descanso.

Está asustada. Busca por donde escapar pero ya es tarde. El muñeco reptador se encuentra a un metro de ella. Ella pone un pie en el alfeizar. Enseguida pone el otro. Con las manos se sujeta al marco de la ventana. Sus ojos no parpadean. Entonces el espantapájaros llega a la pared de la ventana. Por un momento se queda quieto. Con un movimiento extraño del muñeco, la manga manchada de pintura logra apoyarse en el alfeizar. Se esparce un poco de broza por allí. La niña mira al suelo del jardín. Se ve indecisa. Se agarra al final de los baldosines. Saca una pierna al exterior. Se apoya en la fachada deslizando el pie descalzo con delicadeza. Ve un sombrero de paja que asoma. Mira otra vez abajo. Saca la otra pierna fuera. Las dos manos agarran con fuerza el final de los baldosines. Tras unos suaves movimientos, su cuerpo entero cuelga por el exterior. Mira de nuevo al suelo. Al volver la vista arriba, ve el sombrero otra vez. Ahora lo acompaña la cabeza con los ojos de botón. Se queda quieto, observándola. Las lagrimas y lamentos brotan sin remedio. Llamó a gritos a su madre entre lamento y lamento. Una ventisca llega y se lleva el sombrero de paja. Cae en zigzag hasta el suelo del jardín.

Los dedos, muy poco a poco, se deslizan perdiendo agarre. El de la cabeza de saco, que aún seguía quieto, estira la manga manchada hacia la niña. Ella se suelta de una mano para darle un manotazo. Este impulso propulsa al muñeco hacia fuera. Su cuerpo se vuelca hacia el exterior, choca con la niña y cae de cabeza contra el suelo. El saco se abre y el muñeco se deshace. Ahora solo es un montón de broza, paja y ropa vieja que una ventisca esparce por el jardín.

La niña vuelve a agarrarse con las dos manos a los baldosines. Por muy poco no ha caído. Sus dedos siguen resbalándose. Su madre aparece. Observa la situación con ojos como platos. Agarra a su hija por las muñecas y la eleva hasta entrarla en casa. Exaltada, le pregunta qué ha ocurrido. A la niña le cuesta calmarse y va soltando frases entrecortadas a la vez que gimotea. La mujer la intenta convencer que no era más que una pesadilla; que no ha pasado todo eso que ha dicho. La abraza y la devuelve a la cama. La pequeña esta temblorosa. La arropa hasta arriba y le da la muñeca para que se abrace a ella.

Se acerca a la ventana. La va a cerrar pero antes se asoma de nuevo. Ve abajo la paja esparcida por el jardín y la ropa vieja. Vuelve adentro, cierra la ventana, corre las cortinas y baja la persiana hasta abajo. Al rato, sale al jardín con una escoba y un recogedor. Enciende la luz, barre el jardín y lo amontona todo con la ropa en un rincón. Saca una caja de cerillas de un bolsillo de la bata y le prende fuego. Se queda contemplando los últimos momentos del espantahijas.

sábado, 11 de febrero de 2012

Relato fantástico: Cables

Con prisas me duché. Había quedado con unos amigos para ver en el bar un partido de fútbol y ya llegaba tarde. Salí de la ducha medio empapado; apenas me sequé. Era necesaria una afeitada. Agarré la maquinilla eléctrica. Estiré el cordón enrollado del enchufe para conectarlo al aplique de corriente de la pared. Lastima que me resbaló y con mala suerte introduje el índice y anular en los agujeros eléctricos. ¡Qué chispazo! El agua que aún me envolvía multiplicó el efecto. Un dolor y temblor recorrió mi cuerpo. Perdí la razón. Estaba catapultado del cuarto de baño. Sentí una sensación extraña, como cuando sueñas que te caes y te despiertas. Volaba pero cayendo en una inmensa oscuridad. Entonces desperté.


No veía nada pero sabía que estaba despierto. Estaba acostado en una lona de tacto de plástico. En mi cabeza llevaba algo pesado y molesto. Lo palpé por fuera y parecía un armatoste metálico. Descubrí por dónde abrirlo tras analizarlo con mi tacto. Estiré de lo que parecían unas gafas de buceo negras. Me las saqué y vi un cielo granate entre unos barrotes en el techo. Me aflojé una correa que apretaba una especie de casco a la parte superior de la cabeza. Me lo quité y lo observé. Tenía unos extraños artilugios electrónicos y estaba conectado a un cable que conducía a una maquina con forma de pepino a un lateral de la hamaca donde estaba. Las gafas estaban también conectadas ahí, y muchísimos cables que venían de mi cabeza. Debajo del casco estaba calvo pero parecía tener una melena por la cantidad de agujas clavadas seguidas de los cables. Estiré con cuidado de una de ellas. Fui sacándola hasta que surgió un diminuto geiser rojo de donde estaba clavada. Pero no sentía dolor, sino más bien molestia. Arrancaba una a una las agujas mientras admiraba mi alrededor. Estaba desnudo en una celda de barrotes de unos dos por dos metros. Pegada a ellas conté unas veinte más con inquilinos cableados y tumbados sobre hamacas. Así es como supuse que me encontraba antes. Les grité pero igual estaban atendiendo al partido que me perdía.

Era de los pocos afortunados que disfrutaba de una pared y techo sin tapar por otra celda. Afuera solo había un gran desierto con pequeñas montañas. En sus laderas descansaban más celdas, apiladas como cajas. Yo me encontraba también en el lateral de una montañita de tierra rojiza. Desde allí buscaba a lo lejos alguna ciudad o población donde vivieran nuestros captores. No estaba seguro de que alguien residiera cerca. El clima era cálido, angustioso y molesto para vivir. Contemplaba unas extrañas vistas que no estaban destinadas a ser observadas.

Me fijé en la cerradura de la pared de la celda que daba afuera. Ni por dentro ni por fuera encontré un agujero para introducir una llave. Tenía más circuitos electrónicos, como los del casco y la maquina. Entonces lo tuve claro. Cogí los cables que pude, los pelé con lo que disponía y los unté por la cerradura. Si conseguía un cortocircuito era posible que se abriese, o eso al menos era lo que la televisión me enseñó. Supongo que aquello fue lo que me hizo despertar aquí. Metía los hilos de cobre por cualquier ranura que encontraba. Al final, debí tocar la tecla necesaria y la puerta se abrió. ¿Y entonces dónde huiría?

Paseé por la llanura polvorienta y rojiza. Podría ser Marte pero lo encontré imposible. Podía respirar pero el aire era espeso y seco. No llegué a ver ningún sol. Parecía estar anocheciendo o amaneciendo, aunque jamás adivinaría de donde procedía la luz. Di vueltas alrededor de las montañas cercanas pero no supe que hacer. Entonces de un grupo de celdas vi que surgía un grueso cable en el que se congregaban los demás conectores de cada celda. Se introducía después en el suelo. Fui allí y lo desenterré. De cada grupo de celdas salía este grueso cable. Todos estaban orientados en la misma dirección. “Allí debo buscar”, pensé. Entonces fui desenterrando cable, levantando polvo y buscando el origen de aquel extraño acertijo.

Me empecé a plantear mi existencia mientras me guiaba el cable subterráneo. Pensé si realmente existían mis padres, mis amigos... Deseaba ver un partido que igual no existía. Me encontré con una montaña mediana con una cueva a mi izquierda. Allí desembocaban el cable que seguía y el resto. Lo solté y me acerqué con prudencia a la obertura. Los cables alimentaban una maquina muy alta parecida a la de la celda. En una pantalla podía leer un porcentaje de progreso. Lo que entendí era que estaba casi al cien por cien de iniciar un mecanismo de apertura. En unos gráficos vi la cantidad de energía que le llegaba de cada celda. Una de ellas daba error y brillaba en rojo. A su derecha había una puerta cerrada de cristal. Tras ella se veía un foso y la pared de roca. Al poco rato, la maquina comenzó a pitar. Mediante mecanismos accionados por vapor, la puerta se abrió. Nada más ocurrió. Me asomé al barranco. Allí pude ver al fondo una enorme cabeza que se giraba y dos ojos brillantes me miraban en la oscuridad. Una ronca voz parecía toser. Otro temblor me sobrecogió. Salí rápido de allí.

Huí de la cueva. El temblor lo sentía debajo de mis pies. Paré y miré atrás. Dos brazos negros ensanchaban la boca de la caverna desgajando la roca como si fuese mantequilla. Un ser oscuro, fabricado de cables negros y artilugios metálicos, se puso en pie en el desierto. Le costó salir por aquella entrada por la que yo cabía de sobras. Era como diez veces yo. Me vio. Se quedó mirando mientras yo no supe cómo reaccionar. Sus pies me recordaban enormes maquinillas de afeitar. Dio un enorme paso seguido de otro. Su mala cara me desagradaba. Salí corriendo de nuevo. Lanzó un extraño pero espantoso bramido. Me daba alcance con sus largas piernas. El suelo temblaba con cada uno de sus pasos. Fui detrás de una montaña. Él me sorprendió subiendo por ella en vez de rodearla. Me escondí detrás de unas celdas con sus reclusos durmientes en el interior. Esta vez si que las rodeó. Por un momento me perdió de vista. Aproveché y corrí por el otro lado. Él me vio. Era muy listo y difícil de engañar. Tras una colina a la que me dirigía apareció justo enfrente de mí. Alargó su largo brazo y su mano cableada me agarró. Me elevó hasta su cara, donde me inspeccionó detenidamente. Hacía fuerza para librarme de su puño pero era inútil. Entonces él abrió la mano. Caí sobre su palma de plástico. Vi su enorme cara a un par de metros. Me quedé quieto contemplándolo. Abrió su boca y una larga lengua negra y fina saltó de dentro. Se enrolló a mi alrededor. Me opuse lo que pude pero se ramificaba en varios cables más finos y estos se ramificaban aún más. Agarraban mi mano izquierda, mi pie derecho y mi cabeza. Cuando me libraba de una atadura, aprovechaba para agarrarme de otro lado. Por más que intenté zafarme, acabé embalsamado como una momia entre cables negros. No podía oír ni ver nada; solo oscuridad.

Más tarde desperté en el suelo de mi cuarto de baño. Un cable negro rodeaba mi cuello. Lo aparté enseguida. Era el de la maquinilla, que estaba por el suelo. Me incorporé. Me dolía toda la espalda y el cuello. Aún llevaba la toalla atada a la cintura. No entendía que había ocurrido. Era muy real. Miré el enchufe dispuesto a comprobarlo. Preferí ir a ver el partido y luego ya vería qué hacer.

lunes, 23 de enero de 2012

Relato fantástico: El aprendiz

Apreté los dientes. Fruncí el ceño. ¡Cómo si sirviese de algo para ganarle un pulso a un ogro! Sus manos eran el doble de grandes que las mías. Y eso que Grunk no era de los más grandes. Los músculos de mi brazo derecho temblaban como en un terremoto. La cara sorprendida del rival me animaba a seguir. Nuestras manos entrelazadas estaban a medio camino de ganar o perder.


Y todo esto vino de lo que pasó una hora antes. ¡Me suele meter en cada lio! Mi hermano Vold era un jovencito que quería ser un aventurero. Montaba el caballo de mi padre y exploraba las afueras del pueblo. Se llevaba consigo a su fiel amigo Fenir. Era un cobardica y, gracias a eso, estaba aquí sudando con un monstruo come-niños.

Estaba ordenando las pociones del hechicero cuando aporrearon la puerta de la casa. Fui a abrir y me encontré con Fenir lloriqueando. Nos miramos y parecía temer contarme algo.
  —¿Qué quieres? —le solté con mala leche. Y era que el maestro estaba a punto de volver y no quería a nadie que le molestase.
  —Tu hermano... Está con los ogros —dijo con voz aguda. Se limpió con la mano sus ojos llorosos.
  —¿Cómo? ¡Sabe de sobra que no tiene que andar por allí! ¿Qué buscabais?
  —Solo andábamos cerca de su cueva. Yo le avisé pero no me hizo caso. Nos encontramos con un ogro gordo y dos más pequeños. Yo salí corriendo cuando los vi, pero él se quedó y sacó la espada —contaba Fenir mientras parecía tranquilizarse.

Mientras lo contaba me sabía ya el final. Fui rápido a por mi caballo. Hice montar a Fenir detrás. Debería haber avisado a alguien más pero esperaba arreglarlo antes de que viniera el maestro. Viajé con el amigo de mi hermano de paquete. Me fue indicando adonde se habían cruzado con los monstruos. Después de inspeccionar la zona no encontramos ni rastro de ellos ni de Vold. Solo quedaba una opción: ir a la cueva de los ogros. Tras diez minutos a caballo llegamos. Lo que los monstruos llamaban hogar era una gruta alta y ancha en medio de la montaña, sin apenas vegetación en los alrededores. Fenir quería quedarse a cuidar del caballo, pero le convencí para que me acompañara. En la entrada me susurró:
  —El gordo era aquel del fondo a la derecha.
Asentí con la cabeza. No sabía muy bien qué hacer en aquel momento. Tenía la esperanza de poder dialogar o llegar a algún acuerdo como sea. Me acerqué un poco más y dije:
  —¿Hola?
Fenir se quedó unos pasos más atrás. Cuatro ogros se giraron con cara antipática.
  —Voy buscando a mi hermano Vold ¿lo habéis visto? —continué. He de reconocer que empecé a temblar un poquito por esta parte. El gordo del fondo se acercó y se me quedó mirando con la cabeza ladeada.
  —¿Un humanito de metro y poco, de pelo negro, y muy, muy parlanchín? —le dijo con voz grave.
  —¡Sí, sí, sí! Si os está molestando será un placer llevármelo!
  —¡Nos lo hemos comido!
  —¡Oh, no! —Rieron todos los ogros mientras me llevé las manos a la cabeza.
  —Ja ja. No, era broma. Está con nosotros aún —dijo el gordo.
  —¿Aún? ¿Qué vais a hacer con él? —pregunté con la mano en el pecho. El corazón se me iba a salir por la boca.
  —Ya conoces las normas. No puedo permitir que vuestros cachorros jueguen por aquí cerca. No siempre puedo controlar a los míos.
Me quedé cabizbajo, pensando. Miré atrás a Fenir, al bosque y al ogro grandote. Le propuse entonces:
  —¿Qué quieres a cambio de él?
  —¡Ummm! —Se acarició lo que supuse era su barbilla—. ¿Qué podría pedir yo a cambio de un delicioso cachorro humano?
Los demás rieron falsamente con sus voces roncas, pero el que parecía el jefe les mandó callar con un gesto.
  —Supongo que cien monedas de oro por él estaría bien. ¿Noventa quizás? ¿No pagarías por la vida de tu hermano? —sugirió al fin.
  —¿Qué? ¡No podría conseguir ni diez! ¡Oye! ¿Cómo te llamas?
  —¡Grunk! —exclamó el ogro. Los demás alzaron sus manos y corearon su nombre dos veces más. Temblé de nuevo.
  —Oye, Grunk. ¿Qué te parece si nos lo jugamos?
  —¡Ummm! ¿A qué juego? ¿Y qué ganaría yo? ¿A ese otro humanito?
Señaló a Fenir. Este salió corriendo y gritando al interior del bosque solo con nombrarlo.
  —No, me ganarías a mí. Si gano yo, me llevo a mi hermano. ¡Echemos un pulso!
Los ogros comenzaron a destornillarse de risa. Uno de ellos se cayó de culo de imaginárselo. Me miraban y me veían tan delgaducho que volvían a reírse más fuerte.
  —¿Estás de broma, mondadientes? ¿Crees que me ganarías?
  —Sí, pero necesito hacer primero unos ejercicios de concentración en el bosque. Dame diez minutos y te venceré.
  —Está bien. ¡Trato hecho! Como si quieres estar diez horas levantando barriles.
Me alejé de ellos mientras seguían riéndose. Volví al bosque. Fenir apareció de detrás de un árbol. Le conté mi plan y él accedió a ayudarme. Le pedí su cantimplora y que buscará unas hojas de adrazora. Le expliqué como eran pero no supo encontrarlas. Tuve que buscar yo todos los ingredientes. Por suerte no necesitaba caldero para aquella pócima. La mezclé y agité hasta conseguir un líquido verdoso y espeso. Era amargo al paladar con un toque dulce. Esperaba no haber errado en las proporciones. Me sentí extraño pero estaba seguro que funcionaría. No había tardado diez minutos, sino unos quince. En la entrada se congregaron aquellos monstruos. Todos los de la cueva habían salido fuera para ver al idiota que había retado a un pulso al gran Grunk. Habían preparado ya el escenario. Una enorme roca serviría de mesa y otras más pequeñas, de sillas. Grunk me esperaba sentado con una sonrisa amistosa y su brazo en posición de duelo. Yo me acerqué y les miré a todos.
  —¡Llamad a todos! ¡Que vean cómo venceré a vuestro jefe! —dije a la multitud. Se echaron a reír. En el fondo oía como se repartían ya mis piernas y brazos. Tragué saliva. Me paseé delante de ellos varias veces.
  —Venga ¿Empezamos ya? —gritó el gran Grunk. Me acerqué y me senté en mi piedra. Alargué la mano y agarré la suya. Sin aviso, el ogro empezó a hacer fuerza. Para su sorpresa yo resistía su embiste. La poción hacía efecto pero menos de lo que esperaba. Resistí el empujón de su enorme brazo varias veces.

Entonces vi a Fenir con mi hermano salir por un lateral de la entrada de puntillas. Me costó mucho convencerlo de que liberase a mi hermano mientras yo distraía a todos los monstruos. Me hizo una señal de que ya podíamos irnos. Entonces solté la mano y Grunk, de la fuerza que ejercía, cayó de morros contra el suelo. Salí corriendo hacía el bosque donde tenía ya preparado el caballo. En correr si que no me ganaría Grunk ni los ogros. Los dos chicos estaban ya montados y yo de un salto me subí atrás. Una palmada en el trasero y el caballo nos llevó lejos de allí. Los ogros no podían perseguirnos. No se aventurarían a venir a nuestro pueblo a por nosotros.

lunes, 2 de enero de 2012

Relato fantástico: Jabalí

Dano perseguía un jabalí por los bosques cercanos al lago. Apuntaba a su lomo con su ballesta mientras su caballo blanco Grolo galopaba con todas sus fuerzas. Su sirviente, muy atrás, les seguía corriendo. La bestia se metía entre los matorrales y los árboles más angostos. El noble y su montura debían optar por ir entre senderos más espaciosos. Cuando lo tenían avistado de nuevo, retomaban la carrera para tenerlo al alcance del virote. El sirviente dio por imposible alcanzar a su amo y continuó andando.


Tenía al cerdo salvaje en la mira cuando Dano se encontró con un anciano en medio del camino. Estiró de las riendas y Grolo frenó con sus pezuñas. Se deslizó por el suelo terroso con hojas secas hasta que se paró del todo. La inercia del frenazo mandó a Dano hacia delante. Dio una voltereta y acabó cayendo con el trasero en el suelo. A un palmo estaba el anciano de pie con el rostro imperturbable. Sostenía una cesta con setas, todas del mismo tipo, verde vivo con bultos amarillentos. Una túnica rojo apagado lo vestía.
—¡Grrr! Maldito anciano, me has hecho perder la presa —le dijo Dano mientras se levantaba.
—Bueno, aún no la ha perdido. Se fue por allí —dijo señalando a lo hondo del bosque con su dedo arrugado. El noble buscó con la mirada pero no la vio. Se sacudió la tierra y el polvo de sus delicados ropajes.
—¿Qué haces en mis dominios? —dijo Dano.
—¡Oh, señor! Me temo que se ha perdido. Este bosque no es de usted.
—¡Te equivocas! Estas son mis tierras. Quiero que te marches. Te puedes quedar esas porquerías del bosque pero no vuelvas por aquí.
—No son porquerías, señor. Con estas setas hago un guiso exquisito. Y, además, le vuelvo a repetir, sin temor a engaño, que este bosque no le pertenece —dijo el anciano sonriéndole.
—¡Ya me tienes harto, viejo! —Fue a su caballo y desenvainó una espada—. O te marchas de mi bosque o mañana no degustaras guisos.
—¡No se atreverá! ¿Contra un anciano recolector de setas usará su espada? ¿Es que no conoce otra manera de llegar a un acuerdo? —arqueó las cejas.
Dano estaba aún más furioso, porque aquel hombre tenía razón. Hizo un tajo con fuerza al aire. Dio varios pasos hacia él y lo agarró del pecho.
—¿Tú sabes quién soy? ¿Acaso sabes quién hablas, barbudo?
El cazador de setas se quedó pensativo unos momentos. Entonces lo miró a los ojos y le dijo:
—Un furioso noble que caza en tierra de otros.
Dano resopló. De un empujón mandó al hombre al suelo que cayó con el trasero. El noble alzó la espada a los cielos. Del dedo arrugado surgió un rayo que impactó en la espada. Grolo se asustó y salió corriendo. Después de un bailoteo doloroso Dano cayó al suelo. Sintió un dolor nuevo que no sabía explicar. Sus caros ropajes tenían algunas zonas quemadas y desprendían algo de humo. El anciano se levantó y contempló a aquel furioso noble. Yacía con la misma postura que estaba antes de atacar. Cuando comenzó a reaccionar vio como le miraba el hombre de los dedos tormentosos. Con los talones fue retrocediendo; arrastrándose por la tierra.
—¿Quién es usted? —preguntó Dano temblando.
—¡Por los dioses! ¿Ahora me trata con respeto? ¿Era necesario que le dañase para que me trate con respeto?
—Lo siento. Es que hoy he tenido un mal día... No se enfade conmigo —sonrió mientras seguía arrastrándose hacia atrás—. Tengo oro. Podemos llegar a un acuerdo... cómo usted decía antes.
—¿Sabe porque decía que estas no eran sus tierras? ¡Pues porque son mías!
—¡Oh, vaya! Pues que confusión más inoportuna —se levantó—. Me disculpo. No volveré a cazar ni a cabalgar por aquí. No sé porque pensé que me pertenecían.
El noble se giró y comenzó a andar rápido hacia donde creía que estaría el caballo.
—¡Un momento! ¿Ha cazado más veces por aquí?
—No, es la primera vez— dijo reverenciando al anciano.
—No me acaba de convencer.
—Si, la primera vez. Se lo juro.
—No me dice la verdad —dijo el mago mirándolo fijamente y muy serio.
—Está bien. Solo vine otra vez más.
—Sigue engañándome —exclamó con voz grave.
—¡Vale! ¡Vale! He estado por aquí tres o cuatro veces más. He perdido la cuenta, pero se lo recompensaré.
—¿Qué cazó?
—¿Qué?
—¡Que qué cazó! —insistió el anciano.
—¡Ah! —Se le puso la voz aguda y le temblaban las piernas—. Jabalís. Solo unos cuantos.
—¿Jabalís? —acarició su barba gris—. Así que ahora por su culpa hay menos jabalís en mi bosque ¿no?
—Sí. No volverá a pasar. Le pido mil disculpas.
—Claro que no. Los jabalís no cazan jabalís.
—¿Cómo?
Cuando Dano lo entendió, se giró rápido y huyo corriendo, pero un rayo del dedo arrugado lo alcanzó en la espalda.


El sirviente de Dano llevaba un buen rato tras su ubicación. Estaba muerto de hambre y de sed. Entonces en la espesura divisó un hermoso ejemplar de jabalí. Estaba como perdido, dudoso de qué camino escoger. Miraba en todas las direcciones sin encontrar nada que le gustara. El chico rebuscó en el zurrón. Allí guardaba una ballesta de repuesto de su amo. La cargó sin perder de vista la bestia enorme. Pensó lo que le felicitaría si le trajese aquel enorme premio. Imaginó incluso qué lugar sería bueno para colgar su cabeza como adorno en la mansión.


Se fue acercando sigilosamente por su trasera. Se escondía tras árboles gruesos que ocultaban su delgada figura. Cuando encontró la mejor ocasión, apuntó y disparó. El virote se clavó en el trasero del animal. Este gritó y corrió a lo hondo del bosque. El sirviente fue detrás a la carrera. A la vez intentaba cargar de nuevo la ballesta. Los gruñidos de dolor le guiaban. Lo perseguía para saciar su hambre y sus ganas de prestigio.